Salvador Illa ya es el 133 presidente de Cataluña. Su toma de posesión se celebró ayer en un acto solemne en el Palau de la Generalitat, flanqueado a su derecha por el expresidente Pere Aragonès (ERC) y, a su izquierda, por el presidente del Parlament, Josep Rull (Junts). Ver una mesa presidencial, en un renovado Salón de Sant Jordi, configurada por los tres grandes partidos de Cataluña, PSC, Junts y ERC, haciendo el traspaso de poderes, es la evidencia que Cataluña es una nación plenamente democrática. Aunque algunos se empeñen en querer decir lo contrario, ya que la alternancia en el poder, surgido de las urnas, es el único mecanismo que garantiza la representatividad, la legitimidad y un gobierno democrático de todo sistema político. Una alternancia que, además, muestra la salud democrática, y es una garantía de que el poder político esté siempre al servicio de los intereses generales de la ciudadanía, de acuerdo con las mayorías y respetando los derechos de las minorías.

Un traspaso de poderes surgido de la sesión de investidura del pasado jueves, día en que el presidente Puigdemont hizo una breve comparecencia a 900 metros del Parlament tras casi 2.500 días de exilio. Una esperada comparecencia que, para unos, sólo tenía por finalidad aplazar la investidura, para otros evidenciar que Puigdemont era el único referente en la lucha por la independencia de Cataluña y, para muchos, el deseo de que pudiese ejercer su derecho de voto como diputado. Cosa que hubiese podido efectuar si se cumpliese la aprobada ley de amnistía. De hecho, visto lo que ocurrió, me pregunto de qué ha servido la presencia del presidente Puigdemont más allá de poner en cuestión la capacidad de los Mossos, uno de los pilares de la Cataluña actual, de reducir el protagonismo de Salvador a Illa, de generar más distanciamiento entre los partidos independentistas, o de evidenciar que la mayoría de la gente está desconectada de la política.

El jueves fue un día contradictorio, pero más allá de las incoherencias que se pueden considerar, fue el fin de una etapa y el inicio de otra, enmarcada por el pacto entre PSC y ERC. El cual, en caso de cumplirse -y debe hacerse- pondrá fin al asfixiante déficit fiscal que sufre desde hace décadas Cataluña, y que se acerca al 10% del PIB. Una falta de recursos que frena el desarrollo y la construcción de futuro.

Esta nueva etapa también puede evidenciar que ni los independentistas odian a España ni los españolistas y federalistas odian a Cataluña. Una nueva etapa en que es preciso abordar, desde la cooperación, los graves problemas que día a día los ciudadanos de Cataluña percibimos en un período de profundas transformaciones sociales y económicas, que requieren la máxima implicación de todos para alcanzar mayores cotas de bienestar.

Cataluña está en una situación compleja, que exige la normalización de las relaciones institucionales, la cooperación entre las fuerzas políticas y, al mismo tiempo, asumir los problemas actuales. Buscando el bien común y afrontando los grandes retos para un futuro mejor, donde la burocracia sea reducida, los problemas de sostenibilidad se afronten con determinación y se aborden prioritariamente los temas que preocupan a la ciudadanía, como son la salud, la inmigración, la formación, la vivienda, la sequía, los jóvenes, el desarrollo del mundo rural, los derechos digitales, el impulso a la ciencia, a la industria y a la innovación.

Un conjunto de desafíos, enumerados detalladamente en el documento País de Demà de abril 2024, que deben abordarse pensando en la Cataluña real y en su diversidad territorial. Con áreas y regiones, que tienen tintes metropolitanos a raíz de la elevada movilidad, la interrelación entre los distintos núcleos urbanos que las conforman y su significativo rol económico y social, las cuales tienen características geográficas, socioeconómicas y demográficas específicas, que deben considerarse en las políticas económicas, medioambientales, sanitarias, formativas y de protección social y seguridad, para poder alcanzar un buen equilibrio territorial.

Cataluña, de la mano del acuerdo PSC-ERC, inicia una nueva etapa, encabezada por el presidente Illa, que debe dejar atrás desencuentros y construir una Cataluña más cohesionada, diversa y sostenible, donde cada catalán pueda desarrollar su potencial contribuyendo al progreso del conjunto del país.