Cada año procuro acudir a algún acto en recuerdo del edil popular de Ermua que fue tan cruelmente secuestrado y asesinado en 1997, pese al clamor social que exigía su liberación. Imposible olvidar la tremenda tensión de aquellos días y, sobre todo, aquel desgarrador momento, cuando lo localizaron herido de muerte. Me encontraba en mi apartamento de Lavapiés, rodeada de compañeros de universidad, llorando de impotencia frente al televisor. Luego vinieron los abrazos, la rabia y las manos blancas.

Este 13 de julio, 27 años después, me acerqué al Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Barcelona, ubicado en el parque de Can Dragó, para rendirle homenaje una vez más. Siempre siento una especial obligación de hacerlo y después, la tranquilidad de haber estado donde sin duda había que estar.

Temo que es algo que sucede con frecuencia, pero esta vez me molestó especialmente lo que percibí como una instrumentalización política de la figura de Miguel Ángel Blanco. Me molestó que se aprovechase el acto para lanzar ciertas soflamas contra el Gobierno. Y, a la vez, me entristeció constatar la ausencia de representantes de organizaciones políticas de izquierda.

Resulta muy frustrante que la insufrible polarización que padecemos haya alcanzado a quien constituye probablemente el mayor símbolo de dignidad colectiva de nuestra democracia. No recuerdo una unidad social y política tan firme como la de aquellos días tan dramáticos de 1997.

Es cierto que, con el tiempo, han sucedido y suceden cosas muy irritantes: desde los parece que desaparecidos ongi etorri hasta los 188 actos (pintadas, pancartas, manifestaciones, homenajes y hasta fiestas) de apoyo a ETA documentados por Covite en el primer semestre de 2024, pasando por la infamia que implicó la participación de EH Bildu en la elaboración de la denominada Ley de Memoria Democrática. Estos hechos y, desde luego, el silencio, la tibieza, la connivencia o incluso el apoyo explícito que reciben de ciertas fuerzas políticas, según los casos, merecen una condena sin paliativos. Pero todo tiene su momento.

Se puede entender, claro que sí, que el 13 de julio se desahoguen las víctimas, pero otra cosa son los discursos orientados al rédito político. Quienes no sufrimos la lacra terrorista de cerca y queremos mostrar nuestra solidaridad a quienes sí que la sufrieron y la sufren, en días como este, debemos guardar un respetuoso silencio en un discreto segundo plano.

Luego está la actitud de las fuerzas políticas de izquierda. Es verdad que, en los actos de Barcelona, en más de una ocasión, he visto a algunos líderes socialistas que asistían a título individual, como en las manifestaciones que organizaban las entidades cívicas constitucionalistas durante el procés (hasta que la cúpula observó que asistían masivamente los votantes y entonces cambiaron las cosas).

Mi impresión es que la explicación de esta ausencia podría ser esa especie de complejo que lleva a muchos que se dicen progresistas a pensar que participar en actos (u otras iniciativas) a los que asisten habitualmente políticos de derecha o de extrema derecha puede ser interpretado como una falta de lealtad a sus posiciones ideológicas. ¡Como si no fuera posible ningún consenso en democracia!

También me temo que los cada vez más frecuentes acuerdos de la izquierda política con fuerzas nacionalistas cuya cercanía con los herederos políticos de ETA es evidente puede contribuir en alguna medida a explicar este comportamiento, muy especialmente en lugares como Cataluña. En todo caso, no me parece que refleje el sentir de la gran mayoría de sus votantes. Estoy convencida de que no.

Pero sean cuales sean los motivos de todos (para lanzar soflamas contra el Gobierno o para no asistir), quiero apelar con este artículo al consenso que, por humanidad y por decencia democrática, nos unió en torno a lo que ocurrió aquellos fatídicos días de julio de 1997. No debería ser nada complicado y nos haría recuperar una pequeña parte de aquella inmensa dignidad colectiva que, además, deberíamos transmitir con orgullo, sin matices partidistas, a las nuevas generaciones.