En la lista de los catalanes que han contribuido de una forma notable a hacer la historia de España se encuentra Víctor Balaguer, del que este año se conmemora el bicentenario de su nacimiento en Barcelona. 

Fue un político liberal de dilatada trayectoria y un prolífico escritor romántico, uno de los padres de la Renaixença y de los Jocs Florals. Hoy es una figura que nadie reivindica, casi olvidada, excepto en Vilanova i la Geltrú, donde había obtenido repetidamente el acta de diputado. Allí se encuentra desde 1884 una imponente casa-museo, de aspecto egipcio, que lleva su nombre, y que él hizo construir para dar cabida a diversas colecciones artísticas, así como a una singular biblioteca que acaba de reabrir sus puertas tras una profunda reforma.

Los barceloneses deberíamos recordarle mucho más porque su mayor legado lo dejó en el Eixample, bautizando las calles de esa nueva trama urbana, racional y ortogonal, para que nos hablasen del pasado, particularmente de las glorias catalanas medievales y modernas. En 1865, justificó su elección en el libro Las calles de Barcelona, de enorme éxito popular. Como ha explicado el historiador Fernando Sánchez Costa, “ninguna otra ciudad europea tiene una impronta historicista tan fuerte en su estructura simbólica” (Catalanes en la historia de España, Ariel, 2020).

Ahora bien, este tapiz del pasado catalán, evidentemente romantizado, también lo utilizó para propagar una España liberal y constitucional. En ese proyecto político no existía ninguna contradicción, pues Balaguer encarna lo que el catedrático Josep M. Fradera denominó con gran acierto el “doble patriotismo”, catalán y español.

Como hombre público del siglo XIX, fue muchas cosas: periodista, novelista, diputado, senador, presidente de la Diputación de Barcelona, ministro, lobista en Madrid, poeta, mecenas del arte, y propagandista de mitos desde su faceta de historiador. Para Balaguer, la historia es más un género literario que una ciencia social. Con sus múltiples obras (Els quatre pals de sang, Don Juan de Serrallonga o Historia de Cataluña), fue uno de los creadores de la conciencia histórica catalana que después desembocó en el catalanismo. Pero su interpretación de la historia catalana es en clave liberal, no nacionalista, en favor de sus antiguas constituciones e instituciones, suprimidas tras la guerra de sucesión en el siglo XVIII por una Corona borbónica despótica y absolutista.

1714, lejos de ser un conflicto entre Cataluña y España, para Balaguer fue una lucha en defensa de las libertades españolas; una lectura que en el siglo XX otros políticos de izquierda liberal, como Manuel Azaña, hicieron suya. No obstante, hoy sabemos que esta tampoco es una interpretación válida. Felipe V no pretendía suprimir nada cuando accedió al trono, y que la causa de la pérdida de la Generalitat fue la traición de las elites catalanas que apostaron, bajo la influencia angloholandesa, a favor del pretendiente Carlos de Austria en una guerra continental contra Francia.

Como romántico liberal y masón, Balaguer quiso releer el pasado medieval catalán desde la confrontación de su época entre la libertad y el despotismo. No fue un nostálgico, sino que reinterpretó la historia para ponerla al servicio de un proyecto progresista desde una visión plural de España, federal, donde se subrayaba el papel que había jugado en el pasado la Corona de Aragón frente a Castilla, y de Cataluña como motor del cambio en el siglo XIX.

Buceó en la historia para rescatar las ideas de pacto constitucional, libertades civiles y políticas, o en favor de un rey popular. No en vano, Balaguer fue un político muy activo durante el Sexenio, apoyó al general Prim, y el proyecto de monarquía parlamentaria que representaba Amadeo I y la Constitución de 1869. Pese al fracaso monárquico, tampoco nunca se hizo republicano, y tras el regreso de los Borbones del exilio, volvió paulatinamente a la política de Estado durante la Restauración, siendo ministro de Ultramar por tercera vez.

Desdeñó con fuerza el centralismo madrileño y la hegemonía castellana en el proyecto hispánico, que se confundía con España. Incluso sostenía que, históricamente, quien creó España fue Cataluña, la Corona de Aragón, y no Castilla. Tanto en asuntos literarios como políticos concluía que “no conviene que nadie se castellanice, pero sí importa, sí conviene, y es necesario, que se españolicen todos”. Dos siglos después seguimos dando vuelta, más o menos, a los mismos temas.