La ilegalidad de las drogas genera delincuencia. Es un hecho. Tanto es así que, en los Estados Unidos, tras más de 10 años de vigencia de la Ley Seca, el incremento notable de los asesinatos, de las agresiones y de los robos llevaron incluso a sus partidarios iniciales a tirar la toalla y abogar por permitir de nuevo la venta y el consumo de alcohol.

Porque, según Goldstein, conocido criminólogo que, durante los años ochenta, analizó la relación entre el consumo y el tráfico de crack y los homicidios en la ciudad de Nueva York, la violencia más preocupante no se manifestaba como consecuencia del consumo de estas sustancias, ni por los delitos cometidos por los adictos para sufragar su adicción, sino por lo que él denominó el “modelo sistémico”. Es decir, la violencia derivada de la interacción entre los sistemas de tráfico ilegal, consumo y distribución: organizaciones criminales, disputas territoriales, eliminación de los contrarios, etcétera. Todo ello sin mencionar la sensación de inseguridad que genera la presencia de traficantes, en ocasionados armados, en la vía pública.

Los vecinos de Ciutat Vella lo saben muy bien. El Gòtic y el Raval se han convertido en lugares invivibles. Y muchos de los causantes de esta situación son los llamados punteros, los camellos que venden droga, suministrada por las mafias, a pie de calle. Sujetos que no se limitan al acto de la venta, sino que, cada día que pasa, se vuelven más violentos y siembran el terror en las calles. Se trata de un “negocio” muy lucrativo, de modo que su número no cesa de aumentar y los policías, ejemplares y responsables, aunque pocos, no pueden hacerles frente.

Muchos de ellos se alojan en pisos okupados, que hicieron suyos siguiendo las instrucciones contenidas en vergonzosos manuales públicos de okupación. Viviendas que se han transformado en narcopisos y en locales clandestinos donde se compra y se vende todo tipo de sustancias, se planean delitos violentos y, en ocasiones, se ofrecen servicios de prostitución de mujeres sometidas y víctimas del tráfico de personas.

En resumen, una pesadilla. Y todo ocasionado por una sola decisión política: la ilegalidad de las drogas. Y, por lo que se refiere al cannabis, en Barcelona, por la férrea voluntad de determinados políticos de acabar con los únicos lugares que podrían reducir considerablemente el tráfico ilegal (y la delincuencia derivada) de esta sustancia: los clubs cannábicos.

Como es sabido, estos clubs son lugares de acceso restringido que se abastecen y distribuyen, en un ámbito privado, el cannabis entre sus propios socios, consumidores de hachís o marihuana, ya sea por motivos recreativos o medicinales. Iniciativas que, en la actualidad, carecen de regulación específica, ya que, pese a los intentos de Cataluña y Navarra de regularlas, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales las leyes autonómicas de dichas Comunidades por considerar que invadían competencias del Estado, fundamentalmente en materia penal.

Una situación de vacío legal que ha sido utilizada por los citados políticos, tanto de la izquierda como de la derecha, para iniciar una campaña de hostilidad hacia estas asociaciones sobre la base de premisas fácilmente desmontables y que, además, contribuyen a fomentar el tráfico ilegal y, por ende, la delincuencia.

Porque, no lo olvidemos, aunque se cierren todos los clubs cannábicos, seguirá habiendo consumidores de marihuana. Y estos, ante la imposibilidad de adquirir esta sustancia en un lugar cerrado y controlado, se verán obligados a hacerlo en la vía pública o en la clandestinidad, a través de punteros y de traficantes que utilizarán sus mayores ingresos para reforzar aún más sus organizaciones criminales.

Además, tampoco podemos olvidar que estos clubs controlan no sólo la cantidad de cannabis que retira cada uno de sus socios, sino también la calidad de la sustancia, evitando las adulteraciones propias del tráfico ilegal. Igualmente generan empleo y muchos de ellos, los auténticos, como luego veremos, contribuyen a algo muy importante: a la formación en materia de drogas, a la reducción de riesgos. Ya que los socios son informados acerca de los efectos que genera una u otra sustancia, de la dosis adecuada y de cuándo deben consumirla y cuándo no sería acertado.

Es cierto que existen muchos que no siguen estas reglas ni esta filosofía, que han creado un negocio muy lucrativo bajo la apariencia de una asociación cannábica y que incluso se utilizan como tapadera para traficar con otras sustancias. Pero esto no quiere decir que todos sean iguales, pues la generalización es siempre, en cualquier ámbito, diabólica.

Persigamos, pues, el fraude, a los “clubs” fraudulentos, que no son tales, y protejamos a los auténticos, los que creen en la cultura del cannabis, los que ofrecen formación y apoyo a las personas que, por su adicción, lo necesitan y, en resumen, los que contribuyen a reducir el tráfico ilegal, que solo genera delincuencia. 

Una ley de asociaciones cannábicas es necesaria. El tiempo apremia. Porque, cuanto más nos demoremos, más inseguras serán las calles. El vacío legal y el cierre indiscriminado solo favorecen al delincuente, al puntero y al traficante. Y mientras no nos pongamos de acuerdo, ellos, en la distancia, nos dan las gracias.