Mi amiga Mónica nació en Salamanca, pero con 18 años se marchó a estudiar Historia del Arte a Madrid, luego a Nueva York, de allí a Liverpool y ya nunca más regresó. Ahora vive en Glasgow, en Escocia, y tiene uno de los trabajos más bonitos que he escuchado: gestionar el Festival de los Refugiados de Escocia (Refugee Festival Scotland), un festival popular de arte y cultura que se celebra desde hace 20 años coincidiendo con el Día Mundial de los Refugiados, el 20 de junio, y que tiene como objetivo promover la diversidad cultural y artística de la comunidad.

“El festival está abierto a todo el mundo, así que una parte fundamental de mi trabajo es seguir invitando a la gente a participar y mantener vivas todas las conexiones que hacemos”, me explica Mónica, que lleva tanto tiempo viviendo en Reino Unido que a veces se traba con el español. “Soy la única de mi familia que echa de menos el sol”, me confiesa. Su marido es de Liverpool y su hijo, que tiene 10 años y ha crecido en Glasgow, no entiende por qué se queja tanto del tiempo. “Mamá, no hace frío”, le dice en camiseta y pantalón corto antes de salir a jugar al críquet bajo la lluvia. Mi amiga se desespera. Ella va con jersey de lana y abrigo. “Por primera vez tengo ganas de coger un avión y largarme a las Canarias”, admite. Pero ahora no puede. Toda su energía está puesta en el festival de los refugiados, que empezó ayer, y cuenta con la participación de artistas de todo el mundo: Irán, Pakistán, Ucrania… “Ojalá tuviéramos por aquí un festival como este”, le digo.

En Barcelona existen numerosas iniciativas de apoyo a los refugiados, pero admito que mi participación en ellas es escasa. No soy activista, no he acogido a ningún ucraniano en casa ni he colaborado en proyectos de ayuda, más allá de donar juguetes o ropa usada. Mi apoyo más eficaz hasta el momento quizás haya sido entrevistar a una galerista ucraniana en Barcelona o escribir en mi blog sobre la crisis de los refugiados en 2015, cuando vivía en Serbia y me planté en la estación de Sîd, en la frontera con Croacia, para ver con mis propios ojos los miles de refugiados sirios y de otras partes de Oriente Medio que llegaban cada día en autocar con intención de poder cruzar en tren a la Unión Europea. En cada tren cabían alrededor de 1.100 refugiados, y cada día partían al menos cuatro, lo que implicaba entre 4.000 y 5.000 refugiados al día. “¿Hasta cuándo?”, le pregunté a la voluntaria de una ONG local. “Ya se verá”, me respondió.

De los autocares vi salir familias enteras buscándose con la mirada, mujeres con bebés en brazos, niños con libros infantiles en alemán en la mano y, sobre todo, muchos grupos de hombres jóvenes, como Mohammed, un sirio de tez oscura y visera con el logo de Ferrari en la cabeza que me explicó que su destino era “an-Nimsa”, Austria, donde tenía familia, me dijo. También hablé con Ali, un iraquí de ojos risueños, con melena rizada y flequillo de corte moderno que se dirigía a Suecia, y con Faisal, un afgano de ojos tristes y dientes separados que pretendía rehacer su vida en Alemania. “En Afganistán, muchos problemas”, me dijo en un inglés macarrónico.

Me pregunto cómo les habrá ido a todos ellos, y si les preocupará tanto como a mí el avance de la ultraderecha en las pasadas elecciones. “Queridos ciudadanos de la UE, no hay que dejarse llevar por el creciente sentimiento contra los refugiados y los migrantes a la hora de depositar el voto (...) No podemos permitir que el poder del pueblo sea un poder que se utilice contra el pueblo”, instaba el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur), Filippo Grandi, en su cuenta de X antes de los comicios. Por desgracia, muchos no le hicieron caso.