Quizás no haya más remedio que nuestra ciudad se nutra de gentes con mentalidades diversas, pero a veces da un poco de miedo que la manera de pensar pacata y aldeana pueda imponer su relato para manejar el futuro de Barcelona. Esta semana hemos tenido el ejemplo con el desfile internacional que la marca francesa Louis Vuitton ha realizado en la capital catalana. Como ustedes ya deben saber, Barcelona se ha llenado de estrellas internacionales y se ha colocado en el mapa con una fuerza que recuerda eventos del pasado que le cambiaron el color a la ciudad.

Hay otros motivos para levantar la mano de la queja hacia el actual consistorio barcelonés, pero por supuesto no es el esfuerzo que ha realizado para decantar la decisión de Louis Vuitton. El escaparate internacional que supone la elección, como ocurre en las grandes capitales del mundo, no tiene precio. Lo que ocurre es que llevamos tantos años de oscurantismo, de pasos cortos, de bajar la cabeza, que volver a caminar por la vida gustándose puede llegar a sorprender. O a irritar. A irritar a aquellos que quieren que Barcelona acabe convirtiéndose en una aldea grande en lugar de una urbe que luzca la vitola que sólo pueden exhibir los elegidos. 

La ciudad vivió también la cara B que sufre cualquier gran decisión. Hubo protestas ciudadanas por el uso privado que un día tuvo el Park Güell, como ejemplo de la limitación de miras que exhiben los apóstoles del decrecimiento, como definió un alto directivo español a los políticos y activistas que suspiran por colocar el futuro en el medievo en lugar de hacerlo en el siglo XXI. ¿De verdad alguien en sus cabales puede pensar que la promoción de calidad es un problema para Barcelona? Hay muchas, y válidas, sensibilidades sobre qué se debe hacer en Barcelona para que la ciudad sea cada vez mejor, pero en ninguna de esas listas figura la opción de poner palos en las ruedas al avance.

Es cierto que gozar de un buen cartel obliga a tomar decisiones para que los ciudadanos estén siempre bien atendidos, y que la llegada del turismo de masas o de los visitantes de negocios, o los amantes del turismo cultural, no suponga una vida en malas condiciones para quienes pagan los impuestos en la ciudad. Ahí es donde hay muchos pasos que dar, que los impuestos que pagan los turistas reviertan en aspectos que eviten el deterioro del espacio público o en políticas que impulsen mejoras para acceder a la vivienda. Pero en ningún caso, entra en el capítulo de quejas aceptables montar la marimorena porque te han cerrado un día el Park Güell.

¿Por qué no protestan esas personas por la falta de mano dura para corregir el incivismo en la calle? ¿O por el uso y abuso de las furgonetas de reparto de la última milla en el centro que convierten las esquinas y las calles peatonales en un infierno? Barcelona tiene que seguir pisando el acelerador, pero sin atropellar a los suyos.