Ha llegado el momento de complicarme la vida de verdad. En unos días seré propietaria de una perrita de cuatro meses, lo que, sumado a un niño de tres años y medio, me convierte en madre de dos. “Tú tranquila, que pronto no tendrás tiempo para aburrirte”, me aseguró entre risas un amigo mío el fin de semana pasado cuando me quejé de que mi hijo estaba enfermo y que tendría que pasarme todo el sábado en casa.

A todo el mundo le parece una gran idea que haya cedido a los deseos de mi hijo y me lance a comprar un perro (comprar, sí, no adoptar, soy lo peor) y, la verdad, yo también empiezo a estar ilusionada.

En casa hubo siempre perro cuando éramos pequeños: primero tuvimos un teckel de pelo duro llamado Puck, como el que aparecía en los cuentos de Teo, que un día le pegó un mordisco en la barriga a mi amigo Josep porque me estaba molestando y que a veces aparecía por casa con serpientes y ratones muertos en la boca; luego llegó Cloe, una elegante airedale terrier que siempre andaba metida en peleas cuando estaba en celo, y más tarde dos simpáticos golden retriever, Rikki y Tavi (mi padre eligió los nombres en honor a Rikki-Tikki-Tavi, la mangosta que protagoniza uno de los cuentos de El libro de la selva) que se paseaban a sus anchas por el pueblo, saludando a todo el mundo, hasta que un día la policía municipal nos puso una multa monumental por no llevarlos atados.

Cuando mis hermanos y yo nos hicimos mayores, mi madre –la que realmente se encargaba de ellos– decidió que no quería saber nada más de perros, así que lo de convivir con una mascota se quedó en el baúl de los recuerdos hasta que mi hermano ha empezado a aparecer por casa con la perrita de su novia, Ellie, y mi hijo, que es hijo y nieto único, se ha obsesionado con ella.

“¿Hoy qué día es, mamá?”. “Domingo”. “¿Y vendrá la Ellie?”. Si le respondo que no, sus ojos marrones se apagan y su boca se tuerce hacia abajo. Lo que más le gusta del mundo a mi hijo es pasear a Ellie con la correa y torturarla de diversas formas, desde despertarla a patadas mientras duerme a montarse encima como si fuera un caballo o levantarle las piernas como si fuera una carretilla. “Esto no sé si le gusta mucho, hijo mío”, le digo, rezando para que no le haga lo mismo al cachorro que está por llegar.

Según un informe de la Harvard Medical School, Get Healthy, Get a Dog, convivir con un perro ayuda a que los niños sean más calmados, seguros y responsables. Pero la mayor parte de las ventajas son para la salud física y psicológica de los adultos: además de hacer compañía, los perros ayudan a uno a estar más activo, y también a estar más tranquilo, consciente y presente en su vida, a ser más social y menos aislado, a bajar el estrés.

El informe cita diversos estudios que demuestran que los dueños de perros mantienen más bajos los niveles de presión arterial y colesterol, y sufren menor riesgo de cardiopatías que los que no tienen.

Por otro lado, los dueños de perros son menos propensos a sufrir ataques de soledad, ansiedad y depresión. “El simple hecho de acariciar a tu perro puede hacerte sentir menos estresado”, escriben los autores. “Uno de los mayores beneficios de tener un perro –añaden– es que te anima a practicar la atención plena: estar presente en el momento y apreciar plenamente la vida. La atención plena puede ayudarte a aliviar el estrés y también a mejorar tu salud en general”, concluyen.

Atención plena es ir con tu hijo al parque y no sentarse en el banco a mirar el móvil, es salir a pasear el perro y hablar con él, es agacharse para jugar a grúas o montar Legos con tu hijo sin pensar en el trabajo o en los amores, es disfrutar lanzando una pelota a tu cachorro y viendo cómo salta en el aire para agarrarla, es apreciar la cara de felicidad de tu hijo cuando ve aparecer a Ellie por la puerta, es observarlo todo con curiosidad infinita.

“Lo más difícil del mundo es asustar a una mangosta, porque se la come la curiosidad desde el hocico a la cola. El lema de la familia de las mangostas es: ‘Corre y entérate’, y Rikki-Tikki hacía honor a su raza”, escribió Rudyard Kipling en El libro de la selva. Está claro: nuestra perrita se llamará Tikki.