Desde luego, quien no tiene nada, quien es muy pobre y vive en la angustia de cómo obtener la próxima comida, es digno de compasión y de solidaridad. Quien padece de mala salud y tiene que reunir voluntad y fuerzas para sobreponerse a una grave enfermedad, da pena. Quien ha perdido a su amor, a sus seres queridos, despierta compasión.

Dan pena los ancianos lúcidos, que se van quedando solos y desvalidos, y, peor aún, son conscientes de ello.

La condición humana a menudo es lamentable, digna de conmiseración. Ahora pienso también en una categoría de personas que sufren y no pueden quejarse, porque no encontrarían en nadie compasión, que son los propietarios de casas en proceso de degradarse a ruina en la España vacía: en los herederos de ruinas. He conocido a algunos.

Porque hay regiones en España –como Cataluña– en las que la herencia de una propiedad inmobiliaria automáticamente significa un probable beneficio económico, un patrimonio de valor indudable, mensurable y transformable, con cierta facilidad, en dinero contante y sonante, dinero que a su vez los herederos pueden invertir en lo que les convenza o apetezca. Esos herederos están en la fluidez del intercambio, en sintonía con el sentido del dinero, que es, a casi todos los efectos, sinónimo de vida. O por lo menos es una primera y convincente apariencia de vida.

El heredero de una casa en sitios así no tiene mérito, ni un interés humano particular, pues está conectado al flujo de la economía y a la cadena de las transformaciones y metamorfosis sociales. Y asomado a la posibilidad de milagros, de sorpresas, por lo menos de permutaciones, respira con anchura. ¡Es un heredero de algo tangible, monetizable!

Otra suerte muy distinta, y hasta diría que contraria, es la que corren los herederos de casas, a lo mejor nobles, o acaso viviendas rurales simples, humildes, en regiones desproveídas, marginadas, esas regiones de las que la juventud sale huyendo hacia Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia, en busca de posibilidades de futuro y de expansión personal. Propietarios en regiones avejentadas que desde hace décadas van perdiendo población, donde las casas se heredan muchas veces en régimen de indiviso entre varios parientes que a menudo y para colmo no están bien avenidos o incluso se detestan. Lo cual hace más difícilmente vendibles esas casas frías, casas glaciales, donde siempre hay, en alguna habitación, un montón de ropa vieja y asquerosa, casas rodeadas de maleza, en provincias de escasa o nula demanda. Donde además hay muchas otras casas en condición similar.

El dueño, o los dueños, ponen a la venta en Idealista, y en un cartel en la puerta pronto desleído por la lluvia y la intemperie, esos paquebotes varados y llenos de fantasmas familiares, no sólo para intentar sacar de ellos algún beneficio, sino también para que alguien se haga cargo de ellos, y que la casa, por lo menos, se mantenga en pie.

“Nadie vivía. Hubiéramos podido/ alquilarla, tal vez. Nadie vivía./ ¡Oh, dorada tarde enamorada!/ Y ahora, bajo estos árboles de olvido, / tu alma ¿no siente la melancolía/ de la pobre casita abandonada?”.

El heredero siente la avidez, que con el paso del tiempo se va volviendo más una improbable fantasía, de sacar algún partido económico de esa propiedad que va decayendo, menguando, y la preocupación de que a cada año que pasa la casa deshabitada –¡y tan corpórea, tan visible a primera vista su decadencia!– se va deteriorando y por consiguiente perdiendo valor de mercado, inclinándose a la condición de ruina, lo cual hace cada año más difícil la venta, o sea, la liberación.

Para evitar que esa ruina se precipite y sea ya irreversible, el dueño hace un penúltimo esfuerzo económico, invierte en su mantenimiento, por ejemplo, reparando el tejado, por lo menos que no haya goteras, pero esa inversión le duele, porque a lo mejor no va sobrado de recursos o porque teme que esa inversión vaya a fondo perdido: con o sin tejado nuevo, ¿quién va a querer la casita abandonada? Pone en la puerta, en la verja, un candado, no se le vayan a instalar okupas o vagabundos (a los que no se les ocurriría instalarse en un sitio tan apartado). Duda si debería desinfectar las vigas de la carcoma, o si sería perder aún más dinero para nada. 

El legatario desarrolla un sordo rencor, que él mismo sabe que es injusto, por el testador difunto que le endosó una casa en la que nadie quiere vivir, y se reprocha a sí mismo no haber invertido tiempo y dinero, que a lo mejor no le sobraban, en mantenerla flamante, que diera gusto verla, que emanase dignidad, y no abandono. A lo mejor creció allí, pasó la infancia, detrás de aquella ventana pasó largas tardes estudiando, detrás de aquella otra dormían sus padres, la casa está vacía, pero llena de recuerdos, un monumento melancólico que casi preferiría no haber heredado.

Una o dos veces al año se desplaza para ver la casa, como para asegurarse de que sigue en pie, y entonces descubre que han entrado ladrones, practicando un boquete con un tractor, creyendo que encontrarían muebles de valor. En las paredes hay tizne de fogatas, y pintadas obscenas, y botellas rotas. Huele a humedad y a orina. Han roto los vidrios de las ventanas. En su lugar, el dueño pone unos tablones funerarios. Esa casa en su desmoronamiento le da ideas lúgubres. La siente como metáfora de su vida. No se lo puede comentar a nadie, porque es consciente de que no le comprenderían: ¿al fin y al cabo no es un propietario, un privilegiado?

Y la casa se cae. Hasta parece que se queja del abandono en que se la tiene, decayendo más: se levantó para albergar gente, vida, y tal como está a ella tampoco le merece la pena seguir en pie.  

De repente un día tiene allí una cita con un posible comprador, que llega en coche con matrícula de Madrid: estaba buscando algo parecido por la zona, para pasar los veranos con la familia, y le gusta la casa, dice, pero está tan mal que tendría que hacer mucha obra para rehabilitarla. Pide una rebaja sustancial en el precio de venta.

El dueño duda, la cantidad que se le ofrece es tan baja que incluso parece desmerecer su posesión, pero al cabo de unos días, cuando el posible comprador le telefonea para confirmar su interés, acaba por transigir y resignarse a la oferta, porque al fin y al cabo es dinero lo que se le ofrece, y ya está pensando en la utilidad que podría darle a ese dinero, y además así se acaba de una vez el doloroso tema.

El presunto comprador dice que volverá a telefonear en seguida, en cuanto haya hablado con su banco, y el dueño se queda esperando esa llamada, tratando de moderar su ilusión, pero ya puliendo los proyectos para esa entrada de capital.

Pasan los días y las semanas hasta que tiene que reconocer que la llamada con la oferta en firme no se va a producir, el presunto comprador habrá encontrado otra cosa mejor, a lo mejor un bonito prado donde construir una casa de nueva planta. Y la casa vacía seguirá, como todo, inclinándose a la ruina.     

Inmenso patrimonio arquitectónico español que se desmorona como sueños, como fantasías optimistas de nuestros antepasados.