El republicano Pere Aragonès ya es un cadáver político. El castañazo electoral experimentado por ERC el pasado domingo lo arroja a la cuneta de la historia, cuando apenas lleva cumplidos 41 años.
Aragonès ha tenido el gesto de renunciar a recoger el acta de diputado del Parlament. Todavía habrá de seguir algún tiempo como presidente en funciones, hasta que se forme el nuevo Govern. Este ínterin es lo que en las competiciones de baloncesto se conoce como los minutos de la basura.
En un país donde los servidores del pueblo se agarran a los cargos como lapas y apenas se conjuga el verbo dimitir, su abandono le honra a la par que eleva la estatura de su minúscula figura política. En todo caso, lo mejor que se puede decir de él es que pasó por la jefatura de la Generalitat sin pena ni gloria.
Todavía no se sabe a qué se dedicará cuando deje la plaza de Sant Jaume, aunque no sería extraño que acabe enrolado en el potente grupo hotelero de su familia, llamado Golden Experiences, con cuartel general en Pineda de Mar.
Es de subrayar que el cese de don Pere no es ruinoso para él en términos económicos, porque se va con el riñón bien cubierto. Los expresidentes vernáculos disfrutan de unas prebendas y prerrogativas dignas de un marajá de la India. Además de coche, chófer y guardaespaldas, disponen de despacho y secretarias a perpetuidad, todo ello sufragado hasta el último céntimo con cargo al presupuesto.
En Cataluña atamos los perros con longanizas y somos así de generosos con nuestros amados ex mandarines, aunque su gestión haya sido algo parecido a un cero a la izquierda.
Quizás el ejemplo más palmario lo brinde el inefable Quim Torra, un sectario redomado del que no se recuerda una sola actuación positiva para los ciudadanos.
A diferencia de Aragonès, el presidente de ERC, Oriol Junqueras, no se siente afectado por la triple y sucesiva debacle de la formación que lidera, primero en las elecciones municipales, luego en las generales y ahora en las autonómicas. Por el contrario, Junqueras ha decidido dar un paso al frente y hoy se presenta como su salvador. La desenvoltura del personaje es, como decimos por estos andurriales, “per llogar-hi cadires”.
La expulsión de ERC del Govern encierra enormes implicaciones laborales. El número de sus acólitos y paniaguados enchufados en altos cargos de la Generalitat ronda los cuatro centenares. Cuando se constituya el nuevo Ejecutivo, habrán de desalojar sus despachos y dejar los bien remunerados puestos que ocupan.
Es comprensible la desazón que les debe embargar en estos momentos, porque será harto difícil que encuentren en el ámbito privado unos empleos tan excelentemente retribuidos como los que disfrutan en la esfera oficial.
En cualquier caso, el pescado todavía está por venderse en la lonja. Salvador Illa, claro ganador de la consulta electoral, no tiene asegurada la presidencia, porque depende en última instancia de lo que ordene su jefe Pedro Sánchez. Y si a éste le chantajea el fugitivo Puigdemont, como ya ha hecho en otras ocasiones, no es descartable que la cabeza de Illa acabe servida en bandeja de plata. Dada la proverbial falta de escrúpulos de Sánchez, cualquier desafuero es posible.
Cataluña arrastra una década perdida por culpa de la delirante aventura separatista. En dicho periodo acaeció una fuga histórica de empresas de todo tipo, que aún no se ha detenido. La inversión extranjera huyó a Madrid y se perdieron infinidad de oportunidades.
Mientras tanto, los manirrotos gobernantes sumieron a Cataluña en un infierno fiscal espantoso y de propina han generado una deuda pública colosal. Como negocio, el “procés” secesionista ha resultado una auténtica catástrofe.
Si los políticos que han encabezado la comunidad en el último decenio hubieran ejercido de consejeros delegados de una gran corporación, hace mucho tiempo que los accionistas les habrían propinado un expeditivo puntapié en el trasero y los habrían enviado a su casa.