La vicepresidenta del Gobierno quiere empapelar a los de Glovo por el abuso de los llamados falsos autónomos. La fiscalía de Barcelona ha abierto una investigación, ya veremos en qué parará.
Se ven muchos repartidores en bici, con su mochila cúbica a la espalda, a menudo amarilla, el color de Glovo, pero hay otras empresas. De vez en cuando los ciclistas se rebotan y montan una protesta –seguro que se les saca todo el jugo que se puede, está en la naturaleza del negocio, sobre todo cuando, como en este caso de los repartidores a domicilio, no se trata de un empleo cualificado o que requiera muchos conocimientos salvo unas piernas fuertes y un poco de sentido común, cobrar lo máximo posible y pagar lo mínimo–. La gente no se interesa mucho por las cuitas de los repartidores, apenas les ve. La gente sólo quiere que le traigan la comida a casa y cada palo que aguante su vela. Es comprensible.
Pero, desde luego, no me gusta que el que patentó una app esté en casa contando billetes mientras ellos pedalean como forzados a cambio de unas piastras. Ya se ve que en su mayoría son inmigrantes, de Sudamérica o de África. Así es la vida.
Veo a los riders o ciclistas saltarse semáforos, correr riesgos, remontar en contradirección o saltar a las aceras, buscar rutas por calles poco transitadas, les veo en enjambres rumorosos a las puertas de las hamburgueserías, fumando un cigarrillo mientras esperan a que les entreguen el pedido, para salir zumbando a entregarlo.
Me parecen investidos de mucha dignidad: gente al margen, cada uno absorto en su propia tarea, pero señores de la ciudad, a la que sólo consideran desde un punto de vista utilitario, como escenario de sus carreras. Como yo fui uno de ellos, sí, fui un pionero en esa profesión de recadero sobre ruedas, cada vez que veo uno simpatizo con él, me pregunto por la vida que llevará y los proyectos para mejorarla que seguro que acaricia, y se me despiertan recuerdos de “Ángel, servicio nocturno” y de los compañeros que allí tenía, cada uno un caso.
Era la primera compañía de entrega a domicilio –medicinas, pasteles, alcoholes, tabaco, hielo para los bares, también comida– de toda España, y era de Barcelona. Tenía la oficina y un pequeño almacén en el pasaje Arcadia, entre Balmes y Tuset. Atendíamos a dos o tres mil clientes de un listado de socios que pagaban una cuota semanal a cambio del derecho a llamar por teléfono, desde las nueve de la noche a las cinco de la mañana, para pedir que les llevásemos algo a casa. Para entretener la espera en la oficina, nos tomábamos algunos gintónics: entonces no había tanto control policial.
A diferencia de estos ciclistas de hoy nosotros íbamos en motos petardeantes, de motor pequeño, Mobilet o Vespino. No tenían una gran cilindrada, desde luego, pero entonces tampoco era obligatorio llevar casco, y la impresión de bajar Balmes, desierta a las tres o las cuatro de la mañana, sintiendo el viento en la cara y a toda la velocidad que daba de sí aquel trasto nervioso, era sensacional.
Alguno de nosotros potenciaba la experiencia exaltante de ir de noche por toda Barcelona, descubriendo calles y llamando a puertas de desconocidos, alterando un poco la conciencia a fuerza de fumar porros. No cabe duda de que la ciudad, así, se le volvía más onírica y amable. Lo malo es que la marihuana relaja también la atención, y una noche el chaval no vio el semáforo en rojo de Laforja y se pegó un trastazo contra el Peugeot que estaba parado delante. Quizá si no se desgració fue porque al fin y al cabo éramos “ángeles”.
Con la experiencia me di cuenta de que alguna señora mayor llamaba con frecuencia para pedir que le llevásemos un medicamento que perfectamente podía haber comprado durante el día, pero aquel era el pretexto que se le había ocurrido para recibir a alguien en casa, ofrecerle una coca-cola, tener un poco de conversación. “Pase, pase, siéntese, siéntese, joven, que estará cansado. ¿Qué le apetece tomar? ¿Un café con leche?”.
–Pues, preferiría un gintónic, si puede ser.
–Claaaaro. En seguida…
–¿Puedo fumar?
–Claro, claro, joven, fume, fume.
Luego te contaba su vida, sus desventuras. Escuchabas, le decías algo, te bebías el vaso, te ibas.
Alguna vez, ya muy entrada la madrugada, me tocó llevar la cena, que compraba en el drugstore David o en un restaurante italiano que tenía cocina abierta hasta muy tarde, al piso de unas chicas de la vida, en el barrio de Sant Gervasi. El macarra me abría la puerta y me hacía pasar a la cocina para que dejase el cargamento y cobrase. No se me olvida el espectáculo de aquellas chicas en minifalda y tacones, sentadas en silencio una al lado de la otra en un sofá, con cara de hastío, esperando unos espaguetis que ya llegaban fríos.
Muchos clientes pedían whisky, cervezas y licores, porque a media fiesta se habían quedado secos. Te invitaban a sumarte a la fiesta. Así vi por primera vez un piso de la Pedrera. Salí al balcón, y me acodé en uno de los forjados de Jujol, a beber y fumar y mirar la luna. Qué gran momento. Pero como no interactuaba con los invitados, el mismo tipo que media hora antes me invitó a entrar me conminó a que me fuese. Me encogí de hombros y me fui, sin rencor, no me interesaban nada ni él ni sus invitados. Pero todas estas experiencias y otras que no se pueden contar me sirvieron para hilvanar el disparatado argumento de mi primera novela.
Pienso que los tiempos ahora son mucho más acelerados y los ciclistas de Glovo no se entretienen con los clientes. Van apuradísimos.
Una noche, cuando remitía la pandemia, en la calle García de Paredes, entonces silenciosa –los coches aún no circulaban–, vi la mancha amarilla de Glovo en medio de la calzada, y a una chica junto a su bicicleta, hablando por su móvil. Se había disgustado con su chico, y le decía, muy impetuosa, a su interlocutora, seguramente una amiga:
–Yo lo que quiero es uno que me cuide. Me da igual si es alto o bajo, pobre o rico, feo o pintón, pero que me cuide. ¿Entiendes? ¡Que me cuide!...
Luego se subió a la bici y salió veloz, a su espalda la gran joroba amarilla meciéndose a cada pedalada.