Entre 1945 y 1973, en los países de Europa Occidental, el relato económico de la izquierda triunfó sobre el de la derecha. La segunda aceptó la derrota ideológica y adoptó como uno de sus principales proyectos la creación y desarrollo del Estado del bienestar, siendo esta una propuesta inicialmente defendida solo por la primera. No lo hizo por convencimiento, sino por pragmatismo. En concreto, para aumentar el número de sus votantes y tener más posibilidades de éxito en las distintas elecciones.

En cambio, en las últimas cuatro décadas ha sucedido lo contrario y una gran parte de la izquierda ha hecho suyas numerosas propuestas económicas de la derecha. Por eso, cuando la primera ha gobernado, sus medidas han sido más propias de un partido socioliberal que de uno socialdemócrata. Un ejemplo de ello lo ha constituido el PSOE. En su primera legislatura, González inició la privatización de empresas públicas y Zapatero disminuyó los tipos de los principales impuestos directos (IRPF, sociedades y patrimonio).

La victoria ideológica de la derecha ha estado sustentada en nuevas ideas, un márketing político más efectivo y un relato dirigido, además de a sus electores tradicionales, a los que normalmente votaban a los partidos de izquierdas. En los últimos 40 años, numerosas familias obreras se han convencido de la bondad de sus propuestas y, sin darse cuenta, han votado en contra de sus intereses económicos.

El tamaño del electorado potencial de la izquierda es superior al de la derecha. En teoría, la primera pretende favorecer a las familias de ingresos medios y bajos (la mayoría de la nación) y la segunda, beneficiar a los hogares con mayor nivel de renta y patrimonio. Una característica que facilita, pero ni mucho menos asegura, la victoria de la primera alternativa.

Para conseguirla, es imprescindible ilusionar al votante y prometerle algo que desea, pero no tiene. En las últimas décadas, las propuestas de los partidos conservadores han seducido a muchos más electores que las típicas de los socialdemócratas. Por eso, los segundos han copiado algunas de las medidas estrella de los primeros.

A lo largo de la segunda parte del siglo XX, los partidos de izquierda han pasado de prometer la creación y desarrollo de un Estado del bienestar a su mantenimiento. La primera propuesta era excitante; la segunda, decepcionante. La última lo es porque la mayor parte de la población no valora de forma adecuada los beneficios que les reportan las políticas sociales, pero sí el aumento del dinero en su bolsillo que suponen las disminuciones de los tipos impositivos de algunos tributos planteadas por la derecha.

Según un estudio de Fedea, en 2020, el 80% de la población española percibía de forma directa e indirecta más subsidios que impuestos sufragaba. Entre los ganadores estaba la totalidad de la clase media y obrera, siendo los perdedores los hogares que obtenían una mayor renta bruta (el 20% restante). En dicho año, mediante el establecimiento de impuestos y la concesión de prestaciones monetarias y en especie, la intervención de la Administración redujo la desigualdad en la distribución de la renta en un 38%.

No obstante, la anterior no es la percepción que posee la mayoría de los ciudadanos. Así lo atestigua una encuesta del CIS de julio de 2023. En ella, el 59,1% de los participantes creía que su familia recibía prestaciones públicas por un importe inferior a los tributos que sufragaba y solo el 9,1% estimaba que le salía rentable pagar impuestos. Incluso, el 48,3% pensaba que se beneficiaba poco o nada de los desembolsos efectuados a Hacienda.

Los resultados de dicha encuesta son el reflejo de los méritos de la derecha y los deméritos de la izquierda. En las cuatro últimas décadas, la principal habilidad de la primera opción ha consistido en desvincular el sufragio de los impuestos de la recepción de las prestaciones públicas. No obstante, también han sido listos al exagerar una y otra vez lo que pagan las familias, especialmente las que poseen un menor nivel de renta.

Uno de los mayores excesos consiste en calificar a España como un infierno fiscal, cuando los datos demuestran claramente que no lo es. En 2022, la presión tributaria en nuestro país fue inferior a la de la zona euro (38,3% versus 41,9%), el tipo efectivo medio en el IRPF únicamente del 14,1% y el del IVA, del 15,2%. El último era uno de los más bajos de la Unión Europea, debido al mayor número de productos que en nuestro país estaban gravados con una tasa reducida (10%) o superreducida (4%).

No obstante, recientemente hemos contemplado una exageración de tal calibre que difícilmente alguien le ha podido otorgar credibilidad. La ha protagonizado el portavoz económico de Vox en el Congreso de los Diputados, José María Figueredo. Según él, un ciudadano que percibe el salario mínimo destina el 54% de sus ingresos al pago de impuestos.

Un porcentaje imposible, pues por IRPF no paga ni un solo euro. Dado que una parte de los tributos son progresivos, la extensión del anterior razonamiento a un ciudadano cuyo salario fuera de 80.000 euros supondría un pago a Hacienda por parte de este de más del 100% del importe obtenido. Indudablemente, una insensatez como la copa de un pino.

Por el contrario, el mayor hándicap de la segunda alternativa ha sido la infravaloración por parte de los ciudadanos de los servicios prestados directa o indirectamente por la Administración. Para algunas personas no tienen casi valor, pues son gratis. Ni mucho menos es así, pero ningún político destacado de la izquierda lo ha señalado de manera recurrente. En 2022, el coste de la sanidad y educación pública ascendió a 92.072 y 63.380 millones euros, respectivamente. La suma de ambas prestaciones representó el 11,5% del PIB.

En definitiva, en las últimas cuatro décadas, en la mayoría de los países desarrollados los ciudadanos han preferido una reducción de impuestos a la conservación del Estado de bienestar. Sus opiniones las han demostrado votando, algunos de forma consciente y muchos de manera inconsciente, pues desconocían los verdaderos beneficios y perjuicios que les reportaban ambas medidas.

A pesar de que es evidente que sin impuestos no existirían prestaciones públicas, una gran parte de la población otorga una gran importancia a lo que sufraga a Hacienda y escasa a lo que ahorra al recibir múltiples servicios de la Administración. El desconocimiento de la valoración de unas y otras partidas conduce a los ciudadanos a sobrevalorar lo que pagan y subestimar lo que reciben.

Lo anterior constituye un gran éxito para la derecha y un fracaso para la izquierda. La última no ha entendido que aquello que es gratis, o lo parece, no tiene valor para una sustancial parte de la población. En lugar de mejorar sus propuestas tradicionales, adaptarlas a los nuevos deseos de los ciudadanos y comunicarlas de manera más eficaz, sus partidos han decidido adoptar las de los formaciones conservadoras o verdes.

En numerosas naciones, el resultado ha sido la orfandad de la clase obrera, no siendo España una excepción. En nuestro país, los antiguos dirigentes comunistas se convirtieron de la noche a la mañana en ecologistas, abandonaron a los trabajadores con menores ingresos y pasaron a defender los intereses de los pijos-progres. Los socialistas han dado diversos bandazos ideológicos y se han convertido en un partido camaleónico. Su principal característica ha sido la adaptación al entorno económico europeo.

Los nuevos huérfanos tienen una propuesta de adopción: la extrema derecha. No obstante, aunque a priori no lo parezca, es mucho mejor el orfanato que los nuevos padres. Lo ideal sería que los naturales (los partidos de izquierda) desanduviesen el camino andado, diseñaran una propuesta atractiva para ellos y volvieran a defender su nivel de vida.

En el conjunto de Europa, no hay ninguna señal del cambio. En España solo algunos chispazos, pues algunas propuestas son propias de las opciones populistas. Una es el control de alquileres, cuyo fracaso está garantizado por las múltiples experiencias históricas, y otra la concesión de 20.000 euros a los jóvenes en su 23 aniversario, con independencia del nivel de renta y riqueza de su familia. En resumen, la izquierda ha de ir al rincón de pensar.