“El pasado no ha muerto. Ni siquiera es pasado”. William Faulkner, sin duda alguna el mejor novelista del Estados Unidos más meridional, tierra secularmente pobre y soleada, de tradición cultural esclavista y agraria, uno de los últimos premios Nobel sobre los que no cabe discusión alguna –recibió el galardón hace ahora 75 años–, describe así la paradoja que es, para una sociedad, reconocerse en las ideas y las costumbres del pretérito al mismo tiempo que proclama un nuevo estatuto fundacional. Es exactamente lo que ha sucedido en Euskadi tras las últimas elecciones regionales –el País Vasco no es (todavía) una nación–, en las que una mayoría soberanista (la suma de PNV y Bildu) dominará la Cámara de Vitoria.
Como los hechos son sagrados, y las opiniones deben ser libres, conviene no hacerse trampas al solitario: la hegemonía (en cierta medida sangrienta) lograda por los defensores de las leyes viejas es otro síntoma más de la disolución de la España democrática e igualitaria en el fango de sus nacionalismos tribales. En términos estrictamente numéricos, que nada tienen que ver con los morales, muchísimos vascos –tengan quinientos apellidos euskaldunes o al menos un ciento de nombres de procedencia castellana– defienden con vehemencia su pertenencia a una comunidad imaginaria, en buena parte fabulada, pero que ha tomado forma en un cuerpo electoral mayoritario.
Se trata del último éxito de una operación de ingeniería social que comenzó en el siglo XIX, con Sabino Arana, ese hombre que odiaba a los inmigrantes, y llega hasta hoy, amplificada durante cuatro décadas gracias a los instrumentos y a los fondos institucionales, un fuero fiscal que nunca debió admitirse –porque se trata de un privilegio premoderno– y la pasividad fenicia de los políticos españoles, especialmente los socialistas, que han sido interesadamente condescendientes con el terrorismo, la impunidad de los asesinos y ahora están (pre)dispuestos a dar –desde dentro del nuevo gabinete vasco– un paso sin retorno, al avenirse a negociar un nuevo estatus político para una autonomía concedida –igual que ocurrió en Cataluña– con objeto de que la Corona, restablecida por Franco en la persona del emérito, felón ante su estirpe, fuera socialmente aceptada a cambio de las libertades de la Transición.
De aquellas concesiones –discutibles en un país civilizado– proceden estos lodos, que pueden conducirnos, siguiendo este mismo cauce fluvial de siempre, a la implosión de la nación europea con más historia. Cabe resumirlo con un símil: igual que en los años de plomo del terrorismo eran vascos (los asesinos) quienes mataban a otros vascos (los demócratas), además de a todos aquellos que considerasen sus enemigos, reales o potenciales, son los otros españoles (independentistas vascos y catalanes, que abjuran de serlo) quienes están abonando el terreno para una crisis definitiva de la democracia española que, siendo como es imperfecta, es infinitamente preferible al retorno a la aldea tribal.
Que el PNV y Bildu hayan empatado en escaños –con una escasa diferencia de votos– es la prueba (indudable) del triunfo de esta celada de largo alcance, lo mismo que en una batalla –véanse sin ir más lejos las guerras carlistas, que condicionaron a la España del XIX– se gana sin esfuerzo si el adversario –la España civilizada– decide no comparecer. Lleva décadas pasando. La competencia entre los dos partidos soberanistas sólo va a dilatar un tiempo este proceso político que va a ser imitado –habrá quien lo intente otra vez en Cataluña– y que conduce a un nuevo desastre. Que tras los comicios del domingo los nacionalistas vascos no hayan declarado unilateralmente la independencia únicamente se debe a que, tanto entre los herederos de ETA, como entre los mandos de jeltzales, se ha entendido que la estrategia más efectiva no es –como sucedió en Cataluña– ir a un choque frontal contra la ley sancionada.
No. Funciona mejor la fórmula posmoderna: eludir la norma máxima de la democracia española mediante una constelación de acuerdos políticos bilaterales que hurten al resto de ciudadanos sus derechos políticos esenciales, entre ellos la capacidad de decidir el futuro de su propio país. La Constitución –de momento– es la única profilaxis ante este último brote de la pandemia nacionalista, toda vez que nuestra Carta Magna reconoce una única soberanía (la nacional) y no entiende ni de federalismos (ese cuento pueril de la izquierda idiota), ni acepta la cosoberanía (Euskadi no es Gibraltar) y tampoco admite el gran anhelo de los independentistas: la aceptación in nuce de nuevas soberanías catalana y vasca. Ninguna de las dos rige todavía, pero son el desenlace de la hoja de ruta de los soberanismos.
El motivo es fácil de entender. La soberanía implica tener una capacidad absoluta para mandar sobre la vida y la hacienda tanto de quienes son nacionalistas como de aquellos que se resisten a serlo. Un poder siempre anula a otro. Aceptar que España es una suma de soberanías –cada día más divergentes– destruye los principios republicanos de libertad, igualdad y cohesión social, devolviéndonos a todos súbitamente al feudalismo. Una sociedad de señores (nacionalistas) y vasallos. Por eso los acuerdos entre el PSOE, un Sumar que no suma y los independentistas amnistían ilegalidades manifiestas, ya sea la rebelión institucional catalana o el asesinato político de ETA, con ánimo de burlar el espíritu y la letra de la Constitución.
El objetivo, como sucedió tras el hundimiento de la Restauración borbónica, es proclamar (sin oposición) un nuevo régimen político basado en el retorno al primitivismo político –la aldea, la familia, la lengua, la identidad– que legislaría –no lo duden– en función de las diferencias imaginarias entre los patriotas y quienes no lo son, aunque hayan nacido en las Siete Calles de Bilbao. La España abertzale que anuncian estas elecciones vascas, cuya réplica mediremos pronto en Cataluña, y después en las europeas, es un absoluto delirio. Pero tiene muchos más visos de convertirse en una realidad política que nunca.