Si bien es cierto, y repetido desde que lo afirmara Rilke, que la verdadera patria del hombre es su infancia, no lo es menos que los primeros hallazgos y experiencias quedan grabados en lo profundo de nuestras psiques de por vida, formando pieza primordial en el engranaje de nuestra propia identidad. En no poca medida, Dune aconteció una primera experiencia, en no pocos sentidos, durante mi infancia y adolescencia.
Invocando la complicidad del lector, al esgrimir la sinceridad personal, mi primera incursión en el universo arrakiano fue no por el libro, sino por un videojuego: Dune (1992), desarrollado por la francesa Cryo Interactive y distribuido por Virgin. Recuerdo perfectamente mis primeros encuentros con los ojos de Chani (azules y sensuales por el aditivo de la especia melange), el “drama” de su rapto (apartándose del relato original) por los Harkonnen, el descubrimiento de personajes como Gurney Halleck (carismático donde los haya, que en la primera adaptación cinematográfica desempeñó Patrick Stewart, y en la reciente saga, Josh Brolin)…
La creación de un “universo cultural” no es exclusivo de Star Wars (a La Guerra de las Galaxias y a Dune se les conoce como “óperas espaciales”), y, de hecho, George Lucas se basó en las novelas sobre Dune (no pueden obviarse las similitudes entre Tatooine y Dune, o entre “la Fuerza” y “La Voz”). Este “universo mediático” no sólo trascendió a los libros originales de Frank Herbert, sino que también conllevó la creación de un “género duniano” en videojuegos y bandas sonoras. La primera banda sonora original del juego de Cryo, compuesta por Stéphane Picq (con similitudes con Jean-Michael Jarre o Tangerine Dream), aún es común entre mis reproducciones.
Este primer videojuego fue un mixto de estrategia y aventura gráfica (dispar a los célebres y cuasi contemporáneas Día del Tentáculo, Monkey Island --manifiestamente correlacionada con una atracción de Disney World Florida y, a su vez, precedente de Piratas del Caribe-- y Sam & Max Hit the Road) y vino seguido, con escaso margen temporal, por el inmortal Dune II (1992), de Westwood Studios, primer videojuego RTS (estrategia en tiempo real) y que precedió a Starcraft o Warcraft, entre otros. Su banda sonora, también electrónica y orientalizante, compuesta en este caso por Franck Klepacki (el músico de los posteriores Command&Conquer), sigue la estela de la banda sonora de Picq, manteniendo ritmos y acordes, configurando un “nuevo género” en sí. Dune II fue un mito para todos los aficionados a la estrategia, el hito fundacional de un género.
Hecha esta confesión informática, con mi adolescencia llegó la lectura de los libros originales de Frank Herbert (la trilogía compuesta por: Dune, El Mesías de Dune e Hijos de Dune). No ya por habérselo dado a Bob Dylan o, en años alternos, a autores escandinavos tan desconocidos como impronunciables, y con permiso de Isaac Asimov, por encima de cualquiera, así como de Arthur C. Clarke, el estadounidense Frank Herbert pudiere haber sido ese primer premio Nobel que a la ciencia ficción aún se le debe. Su amalgama narrativa, creadora, valga el juego de palabras, de un universo para Dune, atesora conocimientos de las más diversas ramas e ideas, en no poca medida, premonitorias. Simpatizante del partido republicano, tuvo sendas preocupaciones por la ecología, y conocimientos inauditos en mitología oriental, islam, inteligencia artificial…
El argumento de Dune se basa en un universo gobernado por un Imperio Galáctico (¿otro precedente para Georges Lucas?) configurado por un emperador amparado en las Grandes Casas de familias nobles (el Landsraad, del que forman parte las dos Casas protagonistas: Atreides --nombre con reminiscencias troyanas-- y los Harkonenn) en cuasi perfecto equilibrio (en forma de trípode), con la Cofradía Espacial que monopoliza el transporte espacial y la hermandad de las Bene Gesserit (una suerte de grupo monacal femenino con grandes habilidades mentales y de persuasión).
Herbert creó un mundo futuro donde las máquinas han sido limitadas (tras las Yihad Butleriana), prohibiéndose todo procesamiento de datos o computación no humana (ante el peligro de la inteligencia artificial). En su lugar, se forman seres humanos “computadores biológicos” que sustituyen a los ordenadores en los cálculos y acumulación de datos llamados “mentats” (su comparación con los opositores, para uno que lo ha pasado, es inevitable).
A su vez, toda la trama argumental reside en la lucha por un recurso, la especia melange, que sirve tanto como combustible como de opiáceo (la era de Herbert era la del auge del LSD que tanto popularizó Aldous Huxley, autor de Un Mundo Feliz; droga, por otra parte, que parece estar detrás de los Misterios de Eleusis, según muchos)… y que sólo se encuentra en el planeta Arrakis (¿se acuerdan de la ya desaparecida empresa proveedora de servicios de internet?), también conocido como Dune (las similitudes con el petróleo, los metales estratégicos o la propia agua es notoria). En él reside una raza nativa (los Fremen) de salvajes y dados a la beligerancia en pro de la defensa de su territorio y de sus costumbres, cuyos guerreros se denominan muyahidines y practican la guerra santa o yihad (que no aparecieran nuevos videojuegos sobre Dune y la saga quedara algo olvidada hasta tiempos recientes parece encontrar motivo en ello).
El mesianismo de Paul Atreides (protagonista de la saga, e interpretado por Timothée Chalamet en la nueva saga) encuentra su inspiración en el Mahdi o Mesías islámico, por llegar. La instrumentalización de los nativos contra los malvados Harkonnen (en contra de otros imperialistas “menos malos” conocidos como Atreides) claramente se inspira en Lawrence de Arabia y en la forma en que instrumentalizó a los pueblos árabes frente a los otomanos en pro del Imperio inglés. Personalmente siempre he visto un atisbo, también, de paralelismo entre babilonios y asirios.
La atracción por este universo herbertiano ha motivado filmes como los de David Lynch (de 1984, y que fue un fiasco comercial, pese a no estar falto de encanto para el aficionado), la miniserie televisa, muy interesante, de 2000 y las recientes, y a mi juicio logradas, películas de Denis Villenueve. Atrás quedaría el grandilocuente proyecto de Alejandro Jodorowsky, quien proyectó una primera adaptación de la obra contando con Salvador Dalí y Orson Welles.
Por lo que hace referencia a la recientemente estrenada Dune: Parte Dos, es una película, en su género, predestinada a marcar época, cuando menos en lo visual. Como todo lo que lleva la firma de Villenueve (véase Blade Runner 2049), hace prevalecer el impacto visual, y sonoro con la música de Hans Zimmer, sobre los diálogos épicos (sin desmerecerlos), sin caer en lo vacuo o en la alteración premeditada del hilo argumental. Sigue suficientemente el libro original (concesiones a los populismos de opinión imperantes hoy al margen), siendo las diferencias menores y perdonables.
Especialmente para cualquiera que lea este artículo, siendo profano a la obra (pues los “iniciados” se lo sabrán cuasi de memoria), simplemente acabar citando un párrafo de la obra original que siempre me ha gustado recordar, cuasi como lema personal:
No debo tener miedo.
El miedo mata la mente.
El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total.
Afrontaré mi miedo.
Permitiré que pase sobre mí y a través de mí.
Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino.
Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada.
Sólo estaré yo.
Créanme, es difícil resistirse a adentrarse en este universo, ante tanta creatividad y alternatividad de mundo (sin abandonar lo esencial y polémico del nuestro), sin ser necesario, siquiera, tomar especia.