Nuestro buen Jordi Turull debería cuidarse más, esos sustos que nos da, no son buenos ni para él ni para nosotros. Gracias a la medicina y a todos los que rezaron por él -no se ría nadie, que todo suma- su infarto no se lo llevó al más allá, y aquí sigue, haciendo lo de siempre, que es hacerle la pelota a Puigdemont. Que sea por muchos años. Al fin y al cabo, hacerle la pelota a quien los dejó a todos en la estacada es más sano que comerse un plato de callos con chorizo y no perjudica a la salud. Puigdemont no lleva ni sal ni grasas, o sea que lamerle el trasero no está contraindicado para enfermos del corazón. Siga usted así, Turull, que la medicina está de su parte.

Uno no es médico, pero no por eso va a dejar de preocuparse por la salud del prójimo. Tengo la sospecha que esos problemas cardiovasculares de Turull tienen su origen en la insensata huelga de hambre que, junto a otros, llevó a cabo cuando estaba encarcelado. Aquella huelga, que ha quedado para la historia junto a la que protagonizaron los presos del IRA décadas atrás, por fuerza tuvo que dejarle secuelas. Turull y el resto de patriotas catalanes estuvieron sin probar bocado desde la hora de la merienda hasta la de la cena, sin picar nada entre horas. Turull no es un jovencito, y aplicarle al cuerpo humano esos espeluznantes castigos, a la larga tiene consecuencias. Creo recordar que hicieron un par de días seguidos esa salvaje huelga de hambre, lo que supone caminar por el filo de la navaja, entre la vida y la muerte. Por más que todo se llevara a cabo bajo estricto control médico, esos sacrificios entre merienda y cena permanecen en el interior del organismo, no hay persona humana que lo aguante, y a Turull ha sido el corazón el que se lo ha recordado. Demos gracias a Dios porque no haya ocurrido ninguna fatalidad, pero el percance debe servirle a Turull para recapacitar, para darse cuenta de que una huelga de hambre de tres o cuatro horas es más de lo que puede aguantar.

Ya cuando TV3 informaba casi al minuto de la indómita huelga de hambre que llevaban a cabo los heroicos presos catalanes, yo me temía lo peor. Más de una vez me salió del alma un grito de “¡Dejadlo ya, por Dios!”, dirigido al televisor, cuando aparecían en pantalla Rull, Turull, o cualquiera de los que se negaban a alimentarse durante tres o cuatro horas, con el aspecto demacrado de quien no sabe si sobrevivirá hasta la hora de la cena. Sobrevivieron todos, es cierto, lo que habla de la fortaleza de esos hombres y sus ideas, pero las secuelas están apareciendo ahora. De aquellos polvos vienen estos lodos, así que harían bien quienes protagonizaron junto a Turull aquella gesta, de someterse a un chequeo. Más vale prevenir que curar.

Me consta que hubo algunos funcionarios que intentaron alimentarles a la fuerza, con una chocolatina o un donete a media tarde, pero ellos resistieron impasibles hasta que los llamaron para cenar. El organismo humano no está preparado para empeños semejantes, y al cabo de los años quiebra por cualquier lado, en el caso de Turull por el corazón, pero podía haber sido el hígado, el cerebro, o incluso un riñón, aunque en este último caso el afectado siempre puede hacer el chiste de que la huelga de hambre le ha costado un riñón.

No hay que hacer locuras aunque hoy nos creamos capaces de soportar no cuatro, sino hasta cinco horas sin comer, porque a la larga todo pasa factura. La independencia está muy bien, Turull, pero la salud es lo primero, que ya me dirás de qué te sirve un estado catalán si tú la espichas por el camino. Me alegro de que al final haya sido algo tan poco serio como la república que nos prometisteis. Cuídate un poco, hombre.