Hace unos días, escribí una tribuna sobre las movilizaciones que se estaban produciendo por parte del mundo agrario en Cataluña y en otros lugares de España y en Europa. El símbolo era y es el tractor.
Pasadas unas semanas, la Fundación ICG de Lleida convocó una tertulia con exconsejeros de Agricultura de la Generalitat de Cataluña para debatir el presente y el futuro del sector agrario, desde Lleida, sí, pero con una mirada territorial más amplia, al entender que los proyectos y problemas trascienden la realidad de un territorio específico y que se deben enmarcar en un contexto europeo. Los informes sobre el sector agrario que periódicamente elabora Francesc Reguant, presidente de la Comisión de Economía Agroalimentaria del Colegio de Economistas de Cataluña, son una buena ayuda.
El sector de las explotaciones agrarias pierde activos a una velocidad vertiginosa. En el último censo disponible de declaraciones agrarias (DUN), presentadas por titulares de explotaciones, se ha pasado de 55.355 explotaciones en 2015 a 47.940 en 2022. Una superficie agrícola que ocupa el 25% del territorio de Cataluña y unos bosques que ya significan el 65% del país y la consiguiente vulnerabilidad fruto del cambio climático, una mayoría poblacional de más de 50 años en el sector, un abandono de la vida de los municipios de menos de 5.000 habitantes, salvo en la costa y en los alrededores de las capitales de comarca… que, entre otros factores, están provocando la pérdida de terrenos útiles para la actividad agraria.
Volviendo a las movilizaciones, ¿por qué este malestar está recorriendo ahora Europa, España y Cataluña?
Intentaré citar algunas hipótesis: el incremento de los costes de producción (fertilizantes, energía…), los bajos precios que se pagan a los productores, los criterios diferentes en el control de las importaciones alimentarias, una PAC (política agraria comunitaria) creada a mediados de los años 60 que se ha quedado obsoleta ante las necesidades de una Europa diversa geográfica y climáticamente, una nueva cultura urbana y un ecologismo utópico que van en contra de una agricultura intensiva productora de alimentos necesarios, sanos y sostenibles, y que no es comprendida por un mundo urbano que, curiosamente, no puede pagar en la mayoría de las veces el precio justo que corresponde a determinados procesos productivos.
¿Dónde ponemos los énfasis?
Hay que cambiar la lógica de la relación entre la Administración y el productor, el agricultor. Pasar de la sospecha a la complicidad. ¿Qué ha pasado en estos últimos 20 o 30 años en la Administración? Antes la Administración contaba con perfiles de técnicos agrónomos y forestales, que por razones ligadas a sus propias raíces familiares y de explotación agrícola accedían a estudios que les permitían llegar a puestos en la Administración y entender los problemas y la situación del sector. Actualmente, la Administración se ha nutrido de perfiles sin el mismo arraigo en el territorio y con derivadas que contraponen el mundo agrario a los preceptos medioambientalistas.
La Unión Europea es “juez y parte” en este proceso, jugando con factores geopolítico-estratégicos y con normativa medioambiental que deben implementar los Estados, generando que el productor local deba competir con productos del mercado global. Antes solo se consumían productos de temporada y ahora nos hemos acostumbrado a poder adquirir cualquier producto en cualquier época del año sin que importe mucho la procedencia. Me temo que Bruselas puede morir de éxito con tanto expediente y con tanto aprendiz de brujo en muchos otros niveles de la Administración de los Estados.
Desde una visión autocrítica, hemos de reconocer que entre todos hemos ido adoptando criterios y visiones más propios de otras latitudes y territorios. El sur de Europa ha estado siempre en una posición débil. El conjunto de las medidas agroambientales es el resultado de este debate norte/sur, también de Europa y el resto del mundo.
Lo que une la agricultura, ganadería, pesca y medio natural es la alimentación, ¡no lo olvidemos! La humanidad necesita alimentos. Vamos camino de los 10.000 millones de habitantes en este planeta, y debemos producir alimentos de la mejor calidad posible para todos ellos. En este punto, debemos estar alerta con los alimentos modificados y sus posibles efectos colaterales.
Ciertos debates medioambientales y eco sumados a una visión de la preservación del “paisaje bello e inalterado” hacen inviables o son incapaces de cubrir la demanda alimentaria global. Aceptemos que estamos en un mercado global y que tenemos/queremos productos todas las estaciones del año. Admitamos que el precio es un factor determinante para muchas personas a la hora de llenar la cesta de la compra. Hagamos compatible el kilómetro 0 con la agricultura intensiva. Queda claro que la dicotomía entre producción agraria y respeto al medioambiente es peligrosamente falsa.
Sepamos fijar las prioridades de Europa de forma clara, ¿es la suficiencia alimentaria una prioridad? Tengamos claras las respuestas, no todo es posible y expliquemos los costes reales. Nos cuesta mucho explicar los riesgos de ciertas culturas eco. Revisemos ciertos dogmas indiscutibles en relación con la producción local de proximidad y que, en realidad, no son factibles. Tal vez llevar la contraria a ciertos relatos formalmente establecidos no es bien recibido, pero en situaciones de dificultad económica de la gente se agradece que se digan verdades incómodas de un supuesto mundo feliz.