La adolescencia en los años de la Transición, sin móviles ni dispositivos extraños, se llenaba dándole patadas al balón, escapándose a los billares para arrastrar en el futbolín y elevando a cotas de profesional la pericia en la coordinación en un juego electrónico en los bares que consistía en destruir aerolitos con tu nave espacial. Confieso que estar a los mandos de esa nave era embriagador y que usar la función del hiperespacio cuando la cosa se ponía fea era un puntazo. Nunca pensé que muchos años después volvería a acordarme del hiperespacio: le dabas a un botón y tu nave desaparecía del conflicto inminente para resucitar en otro punto de la pantalla con menos peligros. Este fin de semana pensé que en Barcelona quizá sería un buen momento para pulsar un hiperespacio colectivo después de escuchar la entrevista que Xavier Bundó de RAC1 realizó a Ferran Adrià.
El genio de la cocina, el hombre que ha llegado más alto en la vida hablando peor, deslizó un mensaje claro y conciso: Barcelona y Cataluña no están al quite. Adrià explicó que ha iniciado un proyecto formativo de gastronomía en Madrid, el Madrid Culinary Campus, bajo el amparo de la Universidad Pontificia de Comillas, después de haber tratado por activa y por pasiva de que la gente que corta el bacalao en Barcelona (no quiso especificar) entendiera su proyecto y comprara la idea. Por supuesto, desconocemos la letra pequeña de ese proceso, pero no me negarán ustedes que duele que una obra de nivel de uno de nuestros grandes se escurra por el fregadero de las oportunidades perdidas, una práctica en Cataluña tan habitual como sumirse en la apatía y el desencanto. Ferran Adrià quiso puntualizar que no está molesto con nadie. Y le creo. En el fondo, ilustró a sus conciudadanos de lo que ya sabemos. Que estamos en manos de aficionados, que se ha perdido el norte y el amor propio, que se le sigue calentando la cabeza a la gente con aventuras imposibles pero que ante los retos importantes y factibles somos tan vulgares como el juego actual del Barça y casi menos fiables que un reloj comprado con prisas en el gran bazar de Estambul.
Esa es la realidad que nos rodea. A Ferran Adrià le irá bien. Y me alegro. El problema es para nosotros, para el resto de los mortales. ¿Acaso ha desaparecido la grandeur de la cabeza de los catalanes? Parece que sí. Aquella sociedad que tiró del carro de un país entero y se puso en la primera fila de la innovación ahora vaga encogida por caminos inciertos, sombríos como su propia ambición. Tuvimos suerte que la extrema inteligencia de Adrià le llevó a declinar la oferta de montar un restaurante en el renovado Bernabéu. La universidad en Madrid duele, pero montar un restaurante de lujo en la casa del gran adversario exasperaría demasiado. En fin, seguiremos jugando la Liga de la mediocridad, la de la falta de grandes proyectos, la de los robos de película (restaurante japonés en el Turó Park), la de falta de soluciones con la sequía hasta que un día, en lugar de pulsar el hiperespacio para desaparecer, nosotros lo utilicemos con todos los que nos han provocado llegar a esta situación.