Los tractores no llegaron a Madrid. Pero el campo, ese gran y vaciado desconocido, llena titulares. “Somos los que os damos de comer”, dicen los habitantes de la península ibérica que plantan, aran y cuidan ganado. En Barcelona, los tractores entraron y colapsaron la Diagonal. Las pancartas de los payeses dejaron clara su opinión sobre quienes dirigen y legislan: “Antes los burros araban, ahora nos gobiernan”. No están para finuras urbanas. Y escribieron la frase en la lengua vehicular y única de la Generalitat, para que quede claro. Se hizo trending topic. La cultureta de asfalto, la de ecologistas sin tierra y animalistas sin animales, empieza a hartar al personal.
Los propietarios agrícolas y ganaderos llevan décadas invirtiendo en maquinaria, innovación, sistemas de riego... Gracias a eso, ha aumentado la producción del sector primario. Sin embargo, se trabaja por tres duros, de los que dos se van a la cadena de distribución. Producen más, pero emplean mucho menos y el campo se vacía. Da igual en las lenguas que protesten, los agricultores piden lo mismo. Quieren que los Gobiernos reduzcan la maraña burocrática europea y que los señoritos que administran presupuestos en Madrid, Barcelona o Bruselas dejen de dar clases de lo que ignoran.
La pancarta con la frase del burro catalán salió en todos los telediarios, emisoras y periódicos. El ingenio siempre gana. Pere Aragonès, independentista presidente de la Generalitat, abrió inmediatamente las puertas de Palau para recibir a las asociaciones catalanas, aunque no ha puesto soluciones sobre la mesa. No puede. La política agraria, sea española, francesa o portuguesa, se basa en las subvenciones europeas; el papel de las autonomías es irrelevante.
En los últimos años hemos visto películas sobre el campo y su dura belleza, Alcarràs, El agua, Suro, As Bestas…Nos ha quedado claro a los urbanitas que los agricultores venden sus terrenos, que se transforman en plantaciones fotovoltaicas. Las alcaldías involucradas en este tipo de operaciones justifican los permisos y las recalificaciones alegando que esas tierras son “poco productivas”. Nada es más cierto. Sus dueños no consiguen ingresos para seguir y venden para sobrevivir. España se ha vaciado por falta de empleo en el 80% de su territorio (el agrario y ganadero).
Ante esta situación degenerativa, disfrazan el éxodo a la ciudad con pensamientos positivos: la feminización del campo en un mundo feliz de niños jugando con ovejitas, de hortalizas “de proximidad” que crecen sin fertilizantes. Sin embargo, el presupuesto del Ministerio de la Transición Energética y Reto Demográfico es muy superior al del antiguo y poco glamuroso Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.
Añoro aquellos ministros, como Fernando Abril Martorell (ingeniero agrónomo de formación), que sabían del campo porque lo habían vivido y estudiado. Y recuerdo a un amigo que hice a finales de los ochenta, el ministro Carlos Romero. Ese zamorano de poblado bigote, tranquilo y socarrón, se mantuvo al frente de Agricultura durante tres legislaturas de Felipe González. Me tocó entrevistarlo para El País. Sobrada de juventud y atrevida ignorancia, pregunté: “¿Qué quiere usted para el campo español?”. “Que llueva”, me contestó antes de invitarme a comer unos inolvidables garbanzos de Fuentesaúco, los mejores del mundo.
La burocracia --liderada por políticos europeos y nacionales-- es cada día más farragosa. “Dedicamos la mitad del tiempo a rellenar formularios, a presentarlos, a volverlos a rellenar”, denunciaba ayer ante las cámaras una joven y cansada ganadera. A través de la PAC (Política Agraria Común) se deciden infinitas normas y son aprobadas continuas limitaciones de fertilizantes o pesticidas. Europa parece olvidar uno de los principales objetivos de la PAC: “Se debe fijar la población y generar empleo en el medio rural”.
Prueben a cultivar lo que sea sin pesticidas. Mi marido, en el Alentejo portugués, casi muere intentando sacar adelante unos cuantos olivos, decenas de alcornoques y un huerto ecológico. Si no atacaba un bicho lo hacía otro, los ratones ciegos se comían las raíces de los puerros y los mirlos desollaban las uvas. Y si llovía era cuando no debía. El año en el que confluían todos los astros, la cosecha era brutal, pero igual de brutal para todos. O sea, que el precio caía en picado.
El burro catalán, también denominado ruc o ase, siempre ayuda a explicar las cosas, a ponerlas en su sitio. Hay cientos de refranes surgidos de la tierra. En mi familia, cuando alguien se empeñaba en hacer mal las cosas, desafiando la realidad con excusas llenas de vana palabrería, mi madre avisaba: “Aquest és un burro de set soles’”. Vamos, que no podía hacerlo peor. Pero, sí, con el campo, sí se puede.