La indignación agrícola que se venía manifestando en diversos países europeos ha alcanzado de lleno Barcelona esta semana. La falta de agua ha sido, curiosamente, la gota que ha colmado el vaso de un sector que no sólo pide llegar a fin de mes, sino que, también, reclama consideración política y social.
El origen de estos males, como de la mayor parte de los que nos están sacudiendo por todas partes, se sitúa en aquellos años en que, tras el afortunado hundimiento del bloque soviético, se impuso una idea simplista e inconsistente acerca del mundo en que nos adentrábamos: para qué preocuparnos por la agricultura, si los tomates y los melones podían ya venir de cualquier parte del mundo, durante todo el año y a un precio muy inferior al de la producción local. Y no sólo en el sector primario, asimismo en el ámbito industrial nos entregamos en cuerpo y alma a una globalización acelerada y animada por un solo fin: una reducción sistemática de costes que, llevada al extremo, nos ha conducido al embrollo del que no sabemos cómo salirnos.
Sin embargo, desde entonces todo señala la urgencia de tomarnos en serio la agricultura. Así, hemos percibido la importancia de la proximidad como sinónimo de calidad y garantía de abastecimiento, como también sucede con algunos sectores industriales denominados estratégicos (y nada más estratégico que el comer). A su vez, junto con la falta de agua, la gran amenaza para nuestro hábitat natural son los incendios, que pueden descontrolarse fácilmente con campos y bosques abandonados.
Afortunadamente, ya contamos en nuestro país con explotaciones que muestran cómo "industrializar" la agricultura, de manera que puede producirse a costes similares a los de terceros países. La mecanización y digitalización, junto con las mejoras en los sistemas de regadío, ha favorecido esta mayor eficiencia productiva.
Pero, en ese tránsito hacia un sector primario sostenible, resulta insustituible el buen hacer de los poderes públicos, pues la propiedad del campo se halla muy fragmentada, especialmente en comunidades como Cataluña, lo que dificulta la representatividad y defensa de los intereses de tantos pequeños explotadores. Asimismo, la agricultura está sujeta a una regulación muy compleja y cambiante, por lo que el acierto de las administraciones resulta determinante. Un ejemplo de política errónea lo hemos vivido esta semana, cuando la presidenta de la Comisión Europea se ha visto forzada a retirar el imposible plan para reducir aceleradamente los pesticidas.
También a las Administraciones les corresponde planificar y supervisar toda la cadena alimentaria. De hacerlo, encontrarán ineficiencias y abusos de posiciones dominantes que encarecen de manera desproporcionada e innecesaria, castigando tanto al consumidor como al pequeño productor.
La agricultura y ganadería deben formar parte del tejido productivo de cualquier país, por muy abierto que se muestre al comercio global. Motivos los hay: seguridad en el aprovisionamiento, sostenibilidad medioambiental, equilibrio territorial y racionalidad económica. Y, por encima de todo, una sociedad decente no puede prescindir del campo y dejar abandonados a su suerte a los pequeños campesinos y ganaderos. Así andan de indignados.