La exigencia del nivel C1 de catalán, o más bien el fundamento que lo justifica, es un MacGuffin. El concepto lo popularizó Hitchcock para designar aquellos elementos que hacen avanzar la trama, pero que resultan irrelevantes en sí mismos. Es decir, un pretexto. O una maniobra de distracción. Incluso, según se mire, el dedo en el que se fijan algunos cuando alguien señala la luna.

El nacionalismo catalán, como bien ha apuntado en más de una ocasión Félix Ovejero, está lleno de MacGuffins, de maniobras de distracción, de dedos que señalan la luna. Y no deja de resultar llamativo, aunque no por infrecuente, que en España sea la izquierda la primera dispuesta a elevar a categoría trascendente lo que no deja de ser irrelevante para el propósito principal de la trama.

Se vio en el caso del clarinetista que perdió su plaza en el Ayuntamiento de Barcelona al no poder acreditar el nivel C1 de catalán. Se llenaron las redes de publicaciones mofándose de la supuesta ineptitud del candidato por no haber aprendido catalán en los 27 años que llevaba en Cataluña. Más allá de que el nivel C1 acredita un dominio alto de la lengua y que el examen no es fácil, ¿tendría algo que ver la intensidad de la befa con que el clarinetista fuera andaluz? Venían a decir que cómo se podía ser tan cazurro para no haber aprendido que “clarinete” se dice “clarinet” en catalán, abonando un prejuicio ampliamente extendido: que los castellanohablantes –especialmente los andaluces y sus descendientes– somos algo obtusos para aprender lenguas.

Otras cuentas invitaban al clarinetista a irse de Cataluña si se negaba a aprender catalán. Y otras le recriminaban no haber hecho el esfuerzo para integrarse. Todos estos argumentos los vi en cuentas supuestamente de izquierda. Es decir, cuentas que, por lo general, abominan de la cultura del esfuerzo, de la meritocracia y de las imposiciones de las élites, exigiendo esfuerzo, acreditación de méritos y sumisión ante los requisitos identitarios de la élite catalana. Ahí es nada.

¿Y por qué el nivel C1 es un MacGuffin? Miren: yo tengo el nivel C1 al haber estudiado en Cataluña y estar en posesión del título de BUP. Además, hablo catalán habitualmente. De hecho, la inspectora que evaluó mis prácticas de funcionario, después de su observación de aula, y a pesar de ser yo profesor de Lengua Española, me felicitó, especialmente, por mi dicción en catalán mientras hablaba con ella en esa lengua. ¡Pronunciaba bien las vocales neutras y las eses sonoras! ¡Un castellanohablante! Pues, a pesar de todo eso, a mí, en redes sociales, por cuestionar el nacionalismo, me han hecho imputaciones parecidas a las lanzadas contra el clarinetista.

Por el contrario, nadie afeó al profesor Sala i Martí su amenaza, en 2010, de dejar la universidad catalana si le exigían acreditar el nivel C1. Tampoco nadie pone en duda el compromiso con la lengua de todos esos profesores de secundaria catalanohablantes, compañeros míos, que echan pestes de la Administración catalana por exigirnos ahora el nivel C2. Así como tampoco nadie recrimina nada a todos esos catalanes de una cierta edad que lamentan compungidos no saber escribir bien el catalán porque en la escuela franquista no se lo enseñaron. Nadie les dice entonces que son unos vagos porque Franco lleva muerto bastantes más años de los que lleva el clarinetista en Cataluña y han tenido tiempo suficiente para aprender a escribir su amada lengua.

Desmontado, pues, el trampantojo argumentativo, habría que centrarse en los elementos de la trama que sí son relevantes, es decir, desviar la mirada del dedo y orientarla hacia la luna. Y para ello bastaría con preguntarse el porqué de algunas realidades contrastadas. Por ejemplo: ¿por qué en Cataluña se otorga el nivel C1 de catalán con el graduado en ESO si en otras comunidades bilingües como el País Vasco o la Comunidad Valenciana hay que superar un examen específico aun habiendo cursado, según el modelo, toda la escolarización en euskera o valenciano? O ¿por qué la inmersión lingüística en catalán no se aplica en las escuelas de élite a las que los líderes independentistas llevan a sus hijos? O ¿por qué en el último informe PISA los alumnos catalanes eran, en el conjunto de España, los que mostraban menor sentimiento de pertenencia a la escuela? O ¿por qué, como han demostrado varios estudios, las rentas más bajas, de mayoría castellanohablante, se abstienen en las elecciones en una proporción mucho mayor que las rentas medias o altas? ¿Acaso, como pregonan el nacionalismo y la izquierda, todas esas políticas –y sus consecuencias– se relacionan con la salud del catalán, la igualdad de oportunidades, la cohesión social o el respeto a la cultura y las tradiciones catalanas?

En realidad, no. La trama principal de las políticas nacionalistas tiene que ver con el diseño de unas estructuras que garanticen la perpetuación de su poder. La exigencia del nivel C1, como la inmersión lingüística, es un filtro más. O actúa como catalizador para la conversión identitaria o funciona como un engranaje más de desincentivación. O comprometidos o resignados. Y, en cualquier caso, sumisos. Y así, con innumerables MacGuffins, subterfugios de todo tipo, incontables maniobras de distracción y la ayuda inestimable de quienes solo son capaces de ver el dedo que señala la luna, los amos de la tierra siguen sosteniendo su cortijo.