Crónica Global se hizo eco el pasado 18 de enero de la “indignación” del empresariado catalán del turismo por el anuncio de las restricciones en el llenado de las piscinas de los hoteles y campings que dispondrá el Govern en cuanto los embalses de la cuenca interna de Cataluña desciendan por debajo del 16%, situación a la que ya se ha llegado cuando escribo estas líneas.

Aun en el contexto del cantonalismo de intereses que impera en el sistema capitalista –cada grupo de tenedores de un interés lo ejerce frente a los otros grupos– sorprende la reacción del empresariado del turismo. Hay que llenar las muchas piscinas hoteleras, aunque ello suponga cerrar el grifo de muchos hogares.

Esto es lo que cabe deducir de la indignación de los hoteleros y constituye no solamente una señal de insolidaridad directa, sino fundamentalmente una perversión de la jerarquía tanto de necesidades como de valores.

Los hoteleros acusan de imprevisión al Govern ante la sequía, sin duda la ha habido en un país en que la “pertinaz sequía” es algo habitual. Pero ¿acaso esa imprevisión no es también imputable al sector turístico e incluso a más sectores?

En Cataluña y en otros lugares de España se han construido piscinas al buen tuntún, con frecuencia en las costas turísticas cerca del borde del mar o en zonas donde había escasez crónica de agua o con los acuíferos agotados. Esa construcción también ha sido una falta de previsión, y muy insensata.

En los vuelos comerciales, si la altura y la visibilidad lo permiten, desde el aire se distingue perfectamente el precioso azul del agua de numerosas piscinas en la turística costa mediterránea de la Península y de Mallorca, área muy afectada desde siempre por la irregularidad pluviométrica.

Ciertamente, el turismo en España ha sido un maná, la salvación para la economía –en 2023 ha aportado el 12,8% del PIB–, además de otros efectos benéficos. Ya décadas atrás el turismo trajo divisas, creó puestos de trabajo, facilitó la apertura de las costumbres, dificultó la represión abierta de la dictadura, etcétera. Pero también la construcción de la infraestructura hotelera destruyó mucha naturaleza, inmovilizó mucho capital, consumió muchos recursos materiales sustrayéndolos a la posibilidad de otras construcciones.

Sin olvidar que los beneficios empresariales hoteleros gozaron de opacidad y exenciones. Si la temporada es buena hay muchos beneficios para el bolsillo empresarial; si la temporada es mala por la climatología o por problemas en los países de los flujos turísticos o por la causa extraordinaria que fue el Covid-19, se despide personal y se pide ayuda al Estado.

Ahora que las condiciones materiales, sociales y políticas han cambiado, diversificándose y abriéndose, el sector turístico tiene que supeditarse a otras prioridades y necesidades, entre las que se encuentran los grifos de los hogares, los hospitales y las residencias de la tercera edad respecto al agua de las piscinas.

El empresariado del turismo es uno de los cantones en que se ha dividido a la sociedad mediante un sistema de producción y consumo montado sobre el crecimiento y el beneficio sin límites, cuando lo uno ya es físicamente imposible –no caben más piscinas porque no hay más agua (pero siguen construyéndose)– y lo otro es escandaloso en el sentido bíblico.

Hace tiempo que había que haber cambiado el chip cultural y no se cambió. La indignación de los hoteleros por no poder llenar sus piscinas está fuera de lugar, es arcaica, además de ser muestra de insolidaridad social lo es de ignorancia, de ignorar que estamos en una grave crisis climática y de recursos y que hemos llegado (hace tiempo, sin querer enterarnos) al fin de las abundancias, entre ellas la del agua.

En lugar de indignarse, los empresarios hoteleros deberían dar explicaciones a los clientes y ofrecerles algo más que la piscina; de hacerlo, muchos no se perderían.

Vamos imperativamente hacia una necesaria austeridad, mejor que sea organizada y equitativa que forzosa y discrecional. El agua de las piscinas hoteleras entra en esa categoría, aunque llueva.