El caso de la pasión y muerte de los tres hermanos en Morata de Tajuña, provincia de Madrid, ha excitado la imaginación y la compasión de los lectores, e impelido a algunos escritores a tratar de explicarse y explicar el macabro suceso.
Es lógico, comprensible: el asesinato a palos de los tres hermanos septuagenarios, Ángeles, Amelia y José Gutiérrez Ayuso, a manos de un acreedor al que adeudaban 50.000 euros, conmueve. Y conmueve porque el camino de perdición que siguieron Ángeles y Amelia (José, el hermano disminuido, es víctima colateral y fue asesinado porque estaba allí) es, supuestamente, una locura de amor.
Tiempo atrás unos viles seductores digitales habían convencido a las desdichadas hermanas de que eran dos militares norteamericanos destinados en Kabul, de que les parecían bellísimas, de que pronto ellos irían a Morata de Tajuña para casarse con ellas y compartir la fortuna que habían amasado al servicio de su patria, y de que por ahora era imprescindible y urgente que les enviasen unas sumas de dinero…
Ángeles y Amelia no sólo les enviaron todo su dinero hasta arruinarse, sino que además iban por el pueblo pidiendo a los vecinos unos miles de euros para enviarlos a sus enamorados. Los vecinos se escabullían, haciendo girar el índice sobre la sien. Finalmente, un prestamista al que debían 50.000 euros que eran incapaces de devolver acabó con el asunto de forma intempestiva.
Se compadece a las delirantes hermanas (por cierto, que en el hermano tarado nadie pierde el tiempo pensando) como víctimas de la soledad y de la sed de amor insatisfecha que padecen tantas personas mayores. Somos con las chifladuras cometidas por amor tan indulgentes que tendemos a presentar el caso como que a cualquiera pudiera sucederle.
Se prefiere pasar por alto factores decisivos concurrentes: la estupidez e ignorancia de ambas mujeres, la senilidad que puede convertir al viejo en un niño crédulo, y quizá también un inconsciente prurito autodestructivo, que es el mismo que hace que tantos cretinos con dinero, especialmente, pero no sólo norteamericanos, lo envíen a un supuesto y misterioso príncipe guineano al que han conocido en internet y que les ha elegido, a ellos precisamente, para compartir unos millones de dólares que tiene que sacar de su país, para lo cual tiene que pagar algún soborno, nada, sólo unos miles de euros, cuyo importe los viejos tontos de Peoria, Illinois, deben ingresar en determinada cuenta bancaria.
¿En cuántos de los pueblos más o menos prósperos de la España vacía se instala, en los alrededores, junto a un cruce de carreteras, un club con luces de neón atendido por unas señoritas caribeñas de descomunales posaderas que atraen, como la miel a las moscas, al almacenero solterón y con ahorros, o al labriego primitivo con tierras y ganado, y en poco tiempo lo despojan de la tienda, las tierras y los ahorros? Mira que los vecinos le advierten, mira que el cura le avisa de que ha caído en las redes de una lagartona pecadora, pero él se encoge de hombros y se dice para su coleto que sólo se vive una vez y que lo único que tiene valor en este mundo aburridísimo es el rotundo culo de Yusnavy o la sonrisa de Delfina, y su dulce vocecita cuando le dice: “Ay, papi, no seas desconfiado, mi amol, firma aquí que es sólo una formalidad, luego te voy a hacer esa cosita que tanto te gusta, ya tú sabes”.
Luego Yusnavy o Delfina desaparecen de la región y estos pánfilos se quedan a la intemperie (“¡yo creía que me amaba de verdad!”). Pero por lo general no viene luego un acreedor rabioso a matarlos a palos con una barra de hierro.