El viernes pasado inauguraban en el Museu del Càntir de Argentona una exposición dedicada a los gemelos Pere y Josep Santilari, conocidos por sus bodegones y paisajes hiperrealistas, y tuve un ataque de nostalgia con regusto amargo.

Uno de mis primeros trabajos fue como asistente en la galería de arte Artur Ramon, la galería que representa a los Santilaris, como los llamaban en confianza, pero el trabajo me duró poco, porque a los seis meses me despidieron.

Se me daba bien lo de conversar con los artistas, escribir notas de prensa y textos para el catálogo, pero cuando se trataba de vender un cuadro, era un cero a la izquierda. Así que, cuando un día antes de empezar las vacaciones de verano el señor Ramon y su hija aparecieron por sorpresa con los papeles del despido, no tuve más remedio que tragarme la rabia y aceptar.

No hay mal que por bien no venga. Si no me hubieran despedido, no me hubiera marchado a vivir a Berlín con mi pareja y no me hubiera convertido en periodista. Pero, aun y así, 20 años después tuve necesidad de presentarme en Argentona, saludar a mi exjefa y demostrarle que me había ido bien. La verdad es que no me hizo mucho caso (apenas me reconoció), pero a mí me sirvió para pasar página.

Luego, mientras observaba los minuciosos bodegones de los Santilari, me acordé de las largas mañanas en la galería, esperando a que entrase algún cliente, del olor a pintura y a madera del almacén, de las bromas de la Juani, la mujer de la limpieza, que era de Burgos y se había quedado viuda muy joven.

La Juani vivía sola en un piso de la calle de la Palla, justo encima de la galería, y en verano se limitaba a salir de la cama, ducharse, ponerse una bata blanca encima de la ropa interior y bajar a trabajar. “Tal cual”, me decía, enseñándome orgullosa sus piernas delgadas y morenas. Los sábados por la noche salía a bailar a La Paloma con una amiga y el martes, al encontrarnos en la galería, me contaba si había ligado. Los jueves que tocaba inaugurar exposición, la Juani aparecía acompañada de sus novietes. Entraban cogidos de la mano, se tomaban tres o cuatro copas de cava contemplando los cuadros y cuando ya iban un poco entonadillos, salían a cenar.

–¿Quién era el afortunado que te acompañaba ayer, Juani? –le preguntaba al día siguiente Manel, el “encargado” de la galería (es decir, el que lo hacía todo, excepto vender los cuadros)–. ¿Acabó bien la noche? ¿hubo ñaca ñaca? –decía, agarrando la llave inglesa de su bolsillo y haciéndola entrar y salir por un círculo formado con sus dedos. Y entonces, señalándome a mí, añadía: –Seguro que te lo pasas mejor que esta, que está a dos velas porque tiene el novio en Berlín. Por qué collons no t’agafes un mosso que estigui per aquí a prop, Andrea? –su catalán tenía un acento de la Franja muy marcado–. Ja te presentaré als del meu poble.

Tendría que haberle hecho caso.