El colega Ignasi Jorro acaba de escribir un artículo con el que no puedo estar más de acuerdo. Habla del deterioro de la vida nocturna de la capital catalana (Barcelona está muerta de noche) y el relato, además de certero, es desolador. Hace tiempo que un servidor tenía también la necesidad de comentar el tamaño cada vez más empequeñecido que está tomando Barcelona en el apartado nocturno. El que suscribe este artículo, a las puertas de cumplir 60 años, ha vivido el proceso regresivo que respecto al ocio nocturno ha sufrido esta ciudad. Lo cuentan perfectamente también los colegas periodistas vivos que me superan en edad porque los de mi generación no hemos vivido el despiporre de la ciudad de la gauche divine en Bocaccio ni el mítico Zeleste de El Born. Llegamos un pelín después pero nos dio tiempo a exprimir una ciudad que contaba con mil y un garitos que cerraban al libre albedrío del propietario y con una retahíla de discotecas en las que tanto en la sesión de tarde como en la nocturna movía a golpe de ritmo dance a esta ciudad.
Quizás los lectores más jóvenes pueden pensar que esta recreación de una arcadia feliz nocturna es producto de la nostalgia en gentes que ya no están en la edad óptima para salir a tumba abierta sin consecuencias. Seguro que hay algo de ensoñación del pasado pero no se engañen: esta ciudad ha perdido la noche, se le ha escapado de las manos como se pierde el agua entre los dedos y ojalá tengamos un resurgimiento pero salvo las ofertas para cenar y una primera copa (y no todos los días) la noche para quienes tienen más de 40 años o recala en Luz de Gas o en el Muticlub o desaparece como una cometa suelta en el cielo. Los templos discotequeros junto a la playa están reservados a los guiris jóvenes y la lista de locales de la calle Tuset mira de reojo cuando se acerca alguien que ya no vive en casa de sus padres. Ese es el panorama, salvo excepciones. Y no me refiero al ocio de la noche de ayer, la de los fiestones de Nochevieja. Esta ciudad siempre tuvo un público para las fechas señaladas y otro grupo de parroquianos de la noche, profesionales para cuando caía el sol, que salíamos sin tregua los días en los que la sociedad no debía celebrar nada. Ese ejército disfrutón se encargaba de saborear la vida de la ciudad y hacer proselitismo de ella. Cuántas barras de bar hemos pagado con nuestras visitas, y cuánta alegría nos hemos llevado a casa cuando la madrugada alumbraba nuestro camino en una ciudad que no era más humana, pero sí muchísimo más divertida.
No estaría mal para la mejora de la oferta ciudadana que volviera un cierto esplendor en la noche. Debo decirles que al igual que el exjugador del Barça Romario soy de la opinión que quien se divierte por la noche rinde mejor de día. Parece un contrasentido pero los que han batallado en barras y pistas saben de lo que hablo. Sólo el aburrimiento es capaz de cercenar el ingenio y el encaje laboral. Mientras llegan tiempos mejores, habrá que refugiarse en los pequeños templos aislados de la ciudad, en la barra del elegante Ideal --un bar de oficiales para gente con gusto-- o en la de pequeños locales de barrio, semiocultos para que la normativa que defiende la inanición general no los detecte. Cómo cantaba el gran Manolo García "barras de bar, vertederos de amor...". Brindemos por la esperanza de recuperar algo de la magia del siglo XX.