¿Se acuerdan del “nosotras parimos, nosotras decidimos”? Eso era antes, cuando reclamábamos el aborto. Ahora, como las mujeres son las que más novelas leen y las que más frecuentan cines y teatros, el eslogan ha cambiado: “Nosotras vamos al cine, nosotras decidimos”.

Lo que me preocupa es la abundancia de historias que, buscando ser feministas o de un género cualquiera, se quedan en biempensantes, ñoñas y repetitivas. Todo, a imagen y semejanza de una sociedad que admira a la Barbie empoderada y escribe frases empáticas en las bolsas del supermercado. La ñoñería se ha convertido en una característica esencial de este siglo XXI; inunda la cultura y la política de una impostada trascendencia. 

La vida de un niño trans que acaba de salir de párvulos, pero ya ha decidido que quiere vestir falda y llamarse Cocó, en vez de Aitor, puede ganar los próximos Goya. 20.000 especies de abejas, con 15 nominaciones, es la película favorita de los académicos.

Con todo el mérito que tiene contar esa historia sin aspavientos y de manera delicada, el filme me aburrió. A los 15 minutos ya te imaginas el final, que es más o menos feliz y políticamente correcto. El papel del niño/niña --enfadado, cual rebelde sin causa-- está forzado al extremo. 

La actriz protagonista de esa cinta, que ganó el Oso de Oro de la Berlinale, no podrá hacerse con el Goya por ser menor de 9 años; las normas del premio lo impiden por debajo de 16. Sí que podría, sin embargo, determinarse a los 12, según la nueva ley española. En esta Europa nuestra, la contradicción se percibe en casi todo lo que está bien visto. Por cierto, me acaba de pasar un papá moderno que lleva en la cesta de su bici a tres niñas con casco rosa. En coche se te cae el pelo si llevas sin sillita a un menor de 12 años. 

Lo cuqui de la vida se extiende a las artes. Se publican novelas de una simpleza llena de pretensiones ecologistas, neofeministas y animalistas, generalmente, todo junto. Proliferan en la pantalla mamás universitarias que dejan sus trabajos para cuidar a tiempo completo a sus hijitos (que las odian y chantajean) y dedicarse a la cocina natural. 

También abundan los papás plurales y multiuso, expertos en el lenguaje inclusivo propuesto recientemente por Francina Armengol, presidenta del Congreso de Diputados y de Diputadas. Al parecer, los héroes de la igualdad se dirigen a sus empleados como “el personal” y a los ciudadanos, como “la ciudadanía”. Sin embargo, en las series más creíbles, los hombres andan perdidos, incluso desesperados durante su baja paternal; algunos, como el protagonista de Esto no es Suecia, calman sus nervios tirándose al primero o primera que pasa. 

Me esfuerzo en comprender a los nuevos directores/directoras, pero no estoy dispuesta a tragarme otra historia de pareja ecologista que deja la ciudad para complicarse la vida en el puñetero campo. En realidad, el 80% fracasa en su aventura neorrural.

Aceptémoslo, la mayoría de películas y series calificadas de “imprescindibles” por las plataformas televisivas te duermen en media hora. Javier, mi marido (un navarro con tendencia a la socarronería y al sueño fácil), lo consigue en minutos. En Las chicas están bien, la expresión más repetida es “qué bonito, qué bonito”. De esa historia de princesas de hoy metidas a actrices me quedó claro que compartir (un verbo sobrevalorado) no nos hace mejores, sino más pesados. Pesadas, en este caso.

Ya no es noticia que las señoras ganen hoy premios literarios --los Planeta empiezan a ser cosa de chicas-- o se hagan con un Goya. Bien por ellas. Alcarràs, la película de Carla Simón, que se hizo con un Oso de Oro, sí lo merecía. Es creíble y sincera y lo que contaba está pasando. Pero otros guiones, esos que anhelan llegar al alma impoluta de los nuevos progres, suelen caer en la cursilada. Da igual el sexo de sus autores.

Tras meses dejando sin terminar libros sobre mujeres casadas o solteras (casi siempre infelices) y navegar por un buen número de series infumables, he optado por volver a la relectura de clásicos y a las películas que cuentan una historia sin dar lecciones de ética. Añoro una de romanos o de indios y vaqueros. Es mi primer propósito para el año nuevo: alejarme de la ñoñería trascendental de este siglo XXI. Por Dios, ¡que vuelva John Wayne!