Aprovechando su mayoría en el Senado, el PP pretende aprobar una ley que elimine a nivel de toda España el impuesto de Sucesiones y Donaciones. Tras la iniciativa no hay tanto la voluntad de debatir a fondo acerca del impuesto como el provocar un nuevo choque con el Gobierno. Lamentablemente, la cuestión no irá más allá de un intercambio de golpes, cuando un debate sereno resultaría muy conveniente en el momento que vivimos.

El impuesto de Sucesiones resulta fundamental, no tanto por la recaudación que conlleva como por ser el hecho impositivo central en un capitalismo decente y sostenible. Se argumentará, y con razón, que tal como se aplica hoy en España constituye un agravio comparativo, pues sólo afecta a las clases medias de determinadas comunidades, mientras que los grandes patrimonios ya saben cómo ingeniárselas para eludir la fiscalidad. Pero siendo ello cierto, nada justifica su eliminación, aunque sí hace más urgente su reforma.

El capitalismo se sustenta en el mérito y la asunción de riesgo por parte del empresariado, no en la pasividad del heredero. El bienestar colectivo emana de la generación de riqueza empresarial y de su equitativo reparto entre unos y otros. Hace ya siglos, y con no pocos sufrimientos, empezamos a aparcar las sociedades de corte aristocrático y terrateniente.

Si pagamos impuestos por el rendimiento de nuestro trabajo, ya sea como empleados o empresarios, o por el hecho de consumir, ¿cómo no vamos a tributar por heredar?, ¿por qué premiamos al heredero frente al trabajador o al emprendedor? Vayamos a un caso concreto. Imaginemos una persona que hereda 4.000.000 de euros y los invierte en un producto que, con toda seguridad, le garantiza un rendimiento de un 3%. Percibirá 120.000 euros anuales, de los cuales pagará como impuestos unos 26.000 euros. Sin embargo, si obtiene esos mismos 120.000 euros como fruto de su trabajo y esfuerzo, deberá abonar unos 42.000 euros. ¿Tiene alguna lógica?

Así, para reformar el impuesto debería avanzarse en una doble dirección. De una parte, elevando de manera notoria el mínimo exento que resulta demasiado gravoso para ciudadanos de rentas medias. De otra, homogeneizando el impuesto, pues si ya carece de sentido la competencia entre estados miembros de la Unión Europea, resulta incomprensible entre comunidades de un mismo Estado. Y, evidentemente, debe abordarse la elusión fiscal de los grandes patrimonios, para lo cual se requiere de la cooperación internacional. De momento, de las autoridades españolas depende aumentar el mínimo exento y homogeneizar el impuesto entre comunidades. Y mantengamos el impuesto.

El capitalismo es el mejor modelo para generar riqueza y que ésta, en mayor o menor medida, alcance a todos. Pero su sostenibilidad requiere de un sustento moral; eliminar el impuesto de Sucesiones es un ataque directo a dicha ética. Una moralidad dudosa en aquellas élites que, desde su bienestar heredado, hablan de la importancia del talento y la meritocracia y, sin el menor pudor, entran en la contradicción de exigir la eliminación de Sucesiones. Además, justifican su demanda no hablando de su fortuna sino, por ejemplo, de aquel taxista cuyos hijos deben pagar una barbaridad por heredar la licencia, el piso y unos ahorrillos. La misma frescura con que justifican el aumento de la desigualdad en las sociedades avanzadas argumentando que en China millones de personas ya no pasan hambre. Habría que recordarles que es compatible el progreso en China con que las sociedades occidentales no se fracturen y con que los hijos del taxista no paguen Sucesiones. Lo que no es compatible es su actitud con la moral del buen capitalismo.