El reciente informe PISA ha confirmado la deriva sumamente peligrosa de la educación en Cataluña. Los responsables políticos de los últimos tiempos darán todo tipo de justificaciones, pero, con los matices que se quieran, la realidad resulta incontestable: vamos muy mal.

El informe, que ha generado un gran revuelo en la política catalana, ha sido recibido con notable indiferencia por una ciudadanía ya acostumbrada a saber de todo tipo de infortunios e insensateces. Veremos si el informe sirve de estímulo para que los poderes públicos reconduzcan la deriva, pero, mientras la mejora no llega y hay para un buen rato, las familias de los escolares seguirán reaccionando de una manera tan silenciosa como alarmante: a la que pueden, abandonan el sistema público.

No sólo las clases más acomodadas se alejan de lo público, también la llamada clase media procura llevar a los suyos a escuelas concertadas y mutuas privadas de salud. Además, y creo que es representativo del momento, son cada vez más las familias de bajos ingresos que hacen un gran esfuerzo para contratar un seguro médico. Muestra todo ello de la creciente percepción de deterioro de la educación y la sanidad.

De consolidarse esta tendencia, y todo señala que así será, los servicios públicos se irán orientando exclusivamente a los colectivos más desfavorecidos que, además, son los que menos protestan, como si asumieran que lo suyo es aceptar calladamente una marginalidad irreversible. El aviso del informe PISA aún nos alcanza a tiempo de reconducir la deriva. No será nada sencillo, pues a los signos de los tiempos, que van a la contra, se le añade la incompetencia y desorientación de una Cataluña que sigue mirando a Waterloo.