La historia, como escribió Mark Twain, nunca se repite de forma idéntica, pero profesa una devota afición por el sublime arte de la rima. La concordancia entre dos momentos históricos separados en el tiempo, gracias a esa poderosa herramienta que es la analogía, permite (desde el pasado) entender mejor el presente, desvelando el alud de mentiras y argumentos falaces con el que cualquier poder intenta camuflar sus actos y endulzar sus miserias. Véase, sin ir más lejos, el acuerdo para un (presunto) Gobierno progresista que este martes presentaron con optimismo ensayado el Insomne y Sor Yolanda del Ferrol, que quiere que todos seamos infinitamente felices aunque nadie le haya dado permiso para meterse en nuestras vidas. 

La puesta en escena, plagada de generosas apelaciones a las políticas sociales y cuentos para niños pequeños, pretendía recubrir con un manto de escabeche –que es el aliño que se le aplica al pescado cuando no es fresco, y que tiene nombres propios en Sevilla (adobo) y en Cádiz (bienmesabe)– el colosal trágala que supone tener que mendigar al Napoleoncito de Waterloo los votos de los siete diputados de Junts que son tan aficionados a quitar la bandera española (la constitucional) cuando dan ruedas de prensa en el Congreso de Madrid. 

Pues bien, en paralelo a los anuncios cósmicos del matrimonio de progreso, que cada día cubren con un puñado más de tierra la tumba de los valores republicanos –libertad, igualdad y solidaridad–, las tensiones entre los negociadores parecen hacer peligrar el desenlace de la coyunda. Básicamente, el problema entre ambas partes no es el dinero –los socialistas y el comunismo zen están dispuestos a arruinar al resto de España para satisfacer al soberanismo– ni tampoco (entre ellos, claro está) el alcance de la vergonzosa amnistía, que todos sabemos que ya está más que acordada.

Tampoco parece que vaya a ser ningún escollo insalvable el referéndum (a la carta) que demanda Waterloo porque el PSOE confía en que baste y sobre con mudar a capricho el nombre a las cosas para que los ciudadanos se traguen la milonga de la bondad y acepten, pacíficamente, la nueva catequesis de la convivencia. 

La última barrera, una vez vencidos los obstáculos (morales) y rendido preventivamente el Tribunal Constitucional, que deberá de entonar con voz grave lo que dicte la voz de su amo, consiste en acordar los términos de la exposición de motivos de la ley de amnistía y de las futuras normas posteriores, porque la alianza no termina con la investidura, sino que nace condicionada por ella. Ambas partes han decidido hacer un relato en comandita del sendero que los conduce a defender esta amnistía inconstitucional y vergonzosa. Y, como ninguno de los dos puede decir la verdad, entonan fábulas divergentes, de manera que los borradores que comparten carecen de la necesaria verosimilitud. Sólo hay una cosa más difícil que escribir a cuatro manos: escribir de pie –como hacía Hemingway– y redactar de rodillas.

Waterloo tiene claro el punto de partida y de llegada de su relato. Los socialistas, no tanto. Porque, aunque cubran con trampantojos, eufemismos y aderezos el cuento, el fondo de la narración remite, obstinadamente, a un planteamiento imposible, siquiera como hipótesis o licencia verbal, para quienes aspiran a dirigir el país que todavía se llama España. Puigdemont desea que la ley de amnistía y el resto de los acuerdos políticos que necesita el matrimonio de progreso repliquen sin cesar un único mensaje: “España es culpable”. 

Que Cataluña sea considerada una nación, como demandan los negociadores de Waterloo, es inconstitucional, así que la perífrasis mágica en la que trabajan los escribas de Puigdemont, que es la que debe tragarse enterita la embajada socialista, consiste en que el Estado asuma de forma expresa o implícita que reprimió una causa justa: la independencia catalana. A los independentistas no les basta con saltarse la ley y obligar a la izquierda a legislar las veces que haga falta en beneficio particular de sus dirigentes. Pretenden, antes que nada, una sentencia de culpabilidad –sin juicio– del Estado, que fue quien, haciendo cumplir la ley democrática, los encausó y condenó por sedición y malversación. Aspiran a darle la vuelta a los hechos e internacionalizar su causa mediante el suicidio moral del Estado, negociado con dos partidos políticos que –paradójicamente– no han ganado las elecciones generales. 

Su fórmula es sencilla: hacer creer a las instituciones internacionales que Cataluña es como una Gaza acosada por el Gobierno español (en lugar de por los halcones de Israel). Que el PSOE y Sumar estén dispuestos a dar por válido semejante delirio evidencia la escasa talla moral de sus dirigentes. Que intenten además disimular su falta de escrúpulos con vagas promesas sociales ya es directamente un acto perverso. No puede existir un Estado social y de derecho –que es la definición constitucional de España– si desde la Moncloa se acuerda burlar la ley con quienes la violan y se refrenda a quienes no respetan ni a sus conciudadanos –el resto de catalanes– ni aceptan la solidaridad con el resto de españoles.

La postura de los independentistas, no obstante, revela el tronco del que nace su ideología. Su “¡España es culpable!” emula el mensaje que Serrano Suñer, el Cuñadísimo de Franco y arquitecto de la dictadura, conocido filonazi, pronunció el 24 de junio de 1941 en Madrid para justificar el envío de la División Azul a la Unión Soviética. Ese día, desde un balcón de la calle de Alcalá, donde estaba la Secretaría General del Movimiento, proclamó: 

“Camaradas, no es hora de discursos; pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria: ¡Rusia es culpable! Culpable de nuestra guerra civil. Culpable de la muerte de José Antonio, nuestro fundador, y de la muerte de tantos camaradas y tantos soldados caídos en aquella guerra por la agresión del comunismo. El exterminio de Rusia es una exigencia de la historia y del porvenir de Europa”.