La escultura de Alberto Sánchez, titulada el El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, expuesta en el Reina Sofía de Madrid, fue ayer el pistoletazo de salida del potencial Gobierno progresista, tras el pacto PSOE-Sumar. “La libertad es un compromiso con el otro”, dice Yolanda, aunque aparezcan nubes en el horizonte, como la de los soberanistas, a cada tímido avance, y también los podemitas, supervivientes de un pasado malbaratado y miope.
La adicción de la sociedad a la última ahora provoca que Ortuzar y Puigdemont exijan el reconocimiento de Euskadi y Cataluña, como naciones, en la recta final de la investidura. Subterfugio menos; fuegos artificiales. Ambos líderes hablan desde lenguas concretas y contritas, que no son exclusivamente suyas, sino de todos. Ofrecen la versión reivindicativa: “la amnistía no es el fin, solo es el principio”, pero lo que no tiene eco no queda dicho. Sienten el miedo al abismo sin nombrarlo: el PNV y Junts ven una posible “invasión de competencias” en el acuerdo PSOE-Sumar en áreas de Sanidad, Educación o Vivienda”. Defienden el derecho a la esperanza secesionista, pero paralelamente, exigen la condonación de la deuda contraída con el Estado por las autonomías, una medida que favorecería especialmente a Cataluña. Y, si se produce la condonación, será una prueba de que el modelo federal español tiene más futuro que las escisiones.
Hace una semana, en la Cámara Alta, Pere Aragonès utilizó la parábola para aleccionar al auditorio. Unió un conjunto de bocetos sin argumento; desplegó una narrativa a juego con su extravagante imagen. El president pertenece a la camada soberanista que no quiere ser consolada porque el consuelo acaba con la tragedia. La política de desinflamación del conflicto catalán, que se puso en marcha en 2019, ya es prehistórica y ahora, Aragonès firmará la investidura de Sánchez por el imperativo categórico que impone la libertad de Puigdemont, al que no soporta. Ambos desconocen el pecado; conocen la culpa, pero no saben por qué. Vive a salvo en un mundo teocrático. Protegen a la Nación bajo la gracia divina, la que no exige responsabilidades.
Su imaginación política no es un contrapoder, al contrario, alimenta la autosatisfacción. No elaboran la artimaña; solo esconden el secreto. Se comportan como un alto funcionario nacionalpopulista; austero, rodeado de invitados, sin abusar de la vida, como los que no fuman ni beben y solo hacen el amor por cortesía. Saben que la política actual es un magma de amasijos rabiosos en pugna por salir a la superficie. En Cataluña, el arrebol de un 11 de septiembre, los indepes luchan contra el demonio; pero la ciudadanía no olvida que defienden a la postre intereses ajenos que pertenecen a imperios por llegar, como le ocurrió al archiduque Carlos en 1714. Si el archiduque actual desaparece, como ocurrió en la guerra de Sucesión, ellos también desaparecerán. Su causa es un cascarón vacío. Su austracismo está condicionado por Waterloo, donde reside Puigdemont, sobre un paisaje llano rodeado de túmulos, conocido al detalle por Ken Follet para narrar la derrota de Napoleón, en la última entrega de Los pilares de la Tierra.
Para explicar el empecinamiento de la política dura, George Steiner, el sabio que reflexionó sobre el poder sobrenatural del lenguaje, contó que el alto mando alemán, durante la Guerra Mundial, le pidió a Hitler que vaciara los trenes de judíos con destino a los campos para transportar al frente carburante y armas. Y Hitler respondió: “exterminar judíos es más importante que ganar la guerra”. Steiner, fallecido en 2020, ha sido el gran filósofo de nuestro tiempo; su padre fue un seguidor de Theodor Herzl, pero él afirmó que aborrecía el nacionalismo judío que ha convertido las profecías de Jeremías en una máquina de guerra.
Se empieza por ningunear al otro. El discurso criptonacionalista de Aragonès y las trincheras sentimentales que levantan Puigdemont y Ortuzar, antes de la inminente investidura de Sánchez, son la misma cosa: un farol del jugador de cartas que dice “servido”, en el momento del descarte, sabiendo que tiene un póker.
Simulando un riesgo inexistente, los indepes dicen aquello tan manido de “lo que tenga que ser, será”. Rechazo de plano este falso aforismo.