La tercera de las condiciones impuestas por Carles Puigdemont en la venta de sus siete votos al mejor postor es el “mecanismo de mediación y verificación” en las negociaciones con el PSOE o el PP, que tanto le daba el uno como el otro, puede que en el fondo prefiriera el PP por las “coincidencias programáticas” en las respectivas agendas sociales.

La expresión “mecanismo” edulcora figuras que, llámense mediador, relator, coordinador, notario, grefier, aunque supongan distintas funciones o matices, vienen a ser lo mismo en la lógica ideológica de los dirigentes del independentismo. No perdamos el tiempo con el nombre de la “cosa”.

Puigdemont justifica la necesidad del mediador –quedémonos con esta figura porque es la que mejor encaja en los planes del vendedor– por la “desconfianza hacia el Estado”.

Una desconfianza invocada por Puigdemont resulta un relato orwelliano, una forma de antífrasis, porque qué confianza se puede tener en el desconfiado Puigdemont que declara y suspende nada menos que una independencia, se larga de noche a Bruselas después de haber convocado a los consejeros de su Gobierno para la mañana del día siguiente, exige una amnistía por actos delictivos que dice que son normales sin renunciar a la libertad de repetirlos, utiliza el acta de eurodiputado no para trabajar por Europa, sino para denigrar a España desde su escaño, etcétera.

Pero tampoco la desconfianza es el principal motivo de la condición. Esta encuentra su fundamento en una suerte de autoengaño para un engaño externo masivo. Junts, en la ponencia política de junio de 2022 y en el programa electoral de julio de 2023, ambos con el nihil obstat de Puigdemont, ya formulaba la exigencia del mediador internacional, una figura que en la doctrina y la práctica internacionales está concebida para la resolución de conflictos armados o políticos entre entes soberanos o en los que una parte aspira a la soberanía.   

Desde esta óptica, el mediador internacional supondría bilateralidad entre soberanías, el reconocimiento pues de una soberanía de Cataluña que, representada por el movimiento independentista y para la ocasión por el propio Puigdemont, se situaría a la altura jurídica de la otra parte, el Estado, representado en la negociación por un partido de estado, PSOE o PP. En este momento, le sirve más el PSOE, el partido del candidato Pedro Sánchez, una vez fallida la investidura de Núñez Feijóo.

La base argumental y jurídica de esta bilateralidad arranca de la resolución del Parlament 5/X de enero de 2013, aprobada por la mayoría absoluta independentista, “de inicio del proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir” con base en el pretendido carácter del “pueblo de Cataluña de sujeto político y jurídico”. La resolución fue anulada por el Tribunal Constitucional en marzo de 2014.

Aun rebatida y anulada por el alto tribunal, esa idea de sujeto “soberano” continúa viva en el imaginario independentista y reaparece, aducida abierta o implícitamente, en momentos solemnes, por ejemplo, en el discurso de toma de posesión de la presidencia del Parlament por Laura Borràs en marzo de 2021 y repetida en el discurso de su sucesora, Anna Erra, en junio de 2023.

La participación del mediador internacional tendría una doble significación: la político-jurídica de asentar una bilateralidad, algo inaceptable por el Estado porque vulnera la Constitución; además, suponer una soberanía de Cataluña menoscabaría la del Estado, y la estético-política de mostrar al mundo la “humillación” del Estado por el reconocimiento forzado del independentismo como interlocutor en un “conflicto”, algo a evitar por la devaluación exterior de la imagen de España.

Otra cosa es la interlocución entre partidos políticos –verbigracia, PSOE y Junts–, legítima e incluso obligada a tenor de la función que les reserva el artículo 6 de la Constitución al considerarlos “instrumento fundamental para la participación política”. Pero Puigdemont no está pensando en esta noble función, sino en cómo sacar tajada personal y política de sus siete votos.

Uno se puede imaginar la gozada de Puigdemont –si entretanto no hubiera sido definitivamente invalidada su acta de eurodiputado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea– alardeando en una intervención en el pleno del Parlamento Europeo de haber obtenido, gracias a sus dotes de estadista, “la mediación internacional en el conflicto de Cataluña con España”.

El Estado no puede consentir que sus poderes sean controlados por terceros impuestos por un chamarilero de votos. Hay pues holgadas razones para no aceptar ningún “mecanismo de mediación y verificación”, que, por lo demás, objetivamente no hace falta.

Ante la tragedia de los inmisericordes bombardeos de Ucrania y Gaza sin mediadores para pararlos resulta todavía más insoportable la maliciosa pretensión de Puigdemont.

Queda una cuarta condición por analizar.