Por lo que sé, los comités de expertos no son otra cosa que profesionales de lo que sea que se reúnen de vez en cuando -tal vez un par de veces a la semana, habitualmente menos, raramente más- para contarse sus cosas, regalarse una buena pitanza y, antes de terminar, si por un casual alguno de ellos les recuerda a los demás que tienen encargado un informe, a lo mejor alguien aporte una idea para apuntarla en un folio y poder decir que la cosa “va avanzando”.

Los que no encuentran una excusa para no asistir, van a desgana, porque todos tienen sus obligaciones en otro lado y la dichosa reunión no hace más que importunar la agenda. Si hay algún jubilado -un comité de expertos sin jubilados de renombre pierde mucho lustre- también acude a regañadientes, ya que en su caso preferiría estar con los nietos o jugando al dominó.

Sirva toda esa explicación para entender por qué casi siempre un comité de expertos no acaba siendo nada más que una montaña pariendo un ratón. O sea, una pérdida de tiempo.

No podía ser menos el comité de expertos al que el Govern encargó una propuesta para el acuerdo de claridad entre Cataluña y España. Un “acuerdo de claridad” es algo que paradójicamente ya es oscuro desde su propio nombre, algo que desde su nacimiento amenaza con poner más penumbra que luz al problema que sea. Si quiere usted que algo se eternice y que a final nadie entienda un carajo de lo que fuera que se pretendía al inicio, encargue un acuerdo de claridad. Es la mejor forma jamás inventada para impedir la claridad.

Lo que ha conseguido el comité de expertos creado por Pere Aragonès está al alcance de bien pocos comités de expertos: indignar a todo el mundo, desde los más independentistas hasta los más furibundos defensores de la unidad de España. Para ello, ha parido no un ratón, sino cinco. O sea, ha propuesto cinco soluciones diferentes, para que cada cual se pueda indignar con una u otra. Nótese la destreza de dicho comité de expertos, ya que, de haber propuesto solamente una solución, podría quedar alguien, si no molesto, sí por lo menos indiferente a su dictamen.

En cambio, con cinco soluciones distintas, se aseguraba disgustar a absolutamente todo el mundo. Hay que reconocer ahí la pericia del comité de expertos catalán, no muchos otros comités en el mundo hubieran conseguido eso. De ahí -del comité para el acuerdo de claridad- han salido consultas y referéndums para todos los disgustos, para que no quede un solo ciudadano sin ponerlos a caer de un burro.

Han propuesto iniciar reformas constitucionales desde el Parlament, referéndums de “ratificación” -sea eso lo que sea- , preguntar a todos los españoles si quieren que se pregunte en Cataluña -no me digan que no es original lo de preguntar si se puede preguntar- o directamente celebrar un referéndum para la independencia en el que voten todos los españoles, desde Gerona hasta Lanzarote y desde Ibiza hasta Finisterre. Más alguna otra proposición que se me escapa, no puede uno estar en todo. O sea, un montón de papel mojado.

Los comités de expertos sirven para ganar tiempo -cuantos más meses duren sus deliberaciones, mejor-, para que nadie pueda decir que el Govern no trabaja -cómo no va a trabajar, si incluso encarga estudios a esas mentes privilegiadas- y para que los supuestos expertos puedan ausentarse del trabajo o de casa sin tener que dar muchas explicaciones, lo siento, debo irme, me toca reunión del comité de expertos, nos va en ello el futuro de Cataluña.

El único problema es que cuando se dan por terminadas las funciones del comité y éste se disuelve, hay que pensar en alguna excusa para crear otro. En eso estamos.