No hubo sorpresa alguna y todo se desarrolló conforme a lo esperado. Tras dos días de interminables intervenciones, la votación final en el Congreso de los Diputados no se movió ni un ápice de lo previsto y Alberto Núñez Feijóo no logró ser investido presidente del Gobierno: 350 votos emitidos; 0 abstenciones, 172 síes y 178 noes. Tampoco varió en la segunda vuelta, en la que una mayoría simple podía llevarle a la Moncloa de haberse producido, algo harto improbable, hilarantes errores como el protagonizado por Herminio Rufino Sancho, diputado socialista por Teruel, que se hizo un lío a la hora de emitir su voto; o bien porque Aitor Esteban (PNV) y los suyos llegaran a cordura, tomando conciencia de que por mucho que lo nieguen seguirán siendo solo un clínex en manos de Pedro Sánchez, que lleva mucho tiempo blanqueando –y así se lo hizo ver Feijóo al portavoz nacionalista vasco en reflexión bien argumentada– a los chicarrones de Arnaldo Otegi. EH Bildu ya supera –gracias al voto juvenil, que ve a los herederos de ETA como algo cool– al PNV. Y la batalla por Ajuria Enea está a la vuelta de la esquina: "¿A quién cree que apoyará Sánchez; acaso no ven que su objetivo es sustituirlos a ustedes como referentes en el País Vasco?", interpeló un Feijóo que no daba puntada sin hilo. 

A pesar de la derrota del candidato popular, y tras seguir de principio a fin las dos primeras sesiones de investidura, atento a los más mínimos detalles, puedo afirmar, pues así lo creo, que Alberto Núñez Feijóo –al que critiqué duramente por haber perdido, tras un sinfín de errores tácticos cometidos durante la campaña electoral, la gran ventaja inicial obtenida sobre Sánchez– es el gran vencedor del debate de investidura. Y no me refiero a una victoria pírrica, obtenida a pesar de una inmensa pérdida. Dejémoslo en una victoria moral. Escucharle en sus intervenciones, reflexivo, analítico, honesto, tranquilo, desgranar, uno a uno, los problemas y necesidades de cada autonomía, haciendo gala de un conocimiento profundo de la realidad de nuestro país –en lo político, económico y social– es la mejor evidencia de que de llegar algún día a ser presidente del Gobierno, y eso ocurrirá antes que después, será un excelente presidente, en todos los aspectos. No tiene horchata en las venas como Mariano Rajoy, un pusilánime de manual, ni es jactancioso y prepotente como José María Aznar. Indudablemente es un hombre pausado, inteligente, de palabra y convicciones, el polo opuesto de Pedro Sánchez.

Incluso en sus réplicas a portavoces que bien merecían recibir un exabrupto por el odio y la bilis segregada en sus intervenciones, como Mertxe Aizpurua (EH Bildu) –a quien Feijóo agradeció no tener que cargar con el estigma de sus infectos votos–, o Míriam Nogueras (Junts) –a la que compadeció empático tras la perorata que ella largó insistiendo en que lo único que ellos quieren es marcharse de esta España insoportable–, el candidato supo mantener formas y compostura en todo momento, valiéndose en su discurso y réplicas de una sorna gallega que roza lo sublime y le permite torear a base de impecables verónicas al más pintado. Supo compadrear incluso con un Gabriel Rufián (ERC) –que redujo el idioma catalán a cenizas en su soporífera intervención– al que alegremente felicitó por encontrarle todavía en el Congreso, cuando él ya pensaba, así se lo dijo y lo hundió en la miseria, que tras los célebres “18 meses y ni uno más”, tío Tomás, ya estaría colocado en su República de Narnia. Con deferencia y mano izquierda trató a un viejo enemigo de otros tiempos, Néstor Rego (BNG), al que, no obstante, puso en un brete por conocer mejor que nadie la realidad, las carencias y las promesas incumplidas por el Partido Sanchista (aka PSOE) para con la autonomía gallega.

Feijóo derrochó tablas y buen hacer a raudales, y ni una sola de las muchas cornadas que intentó endilgarle la cuadra de morlacos ultra zurdos y de miuras ultraderechistas disfrazados de progresistas de pacotilla, llegó siquiera a rozarle. Pura flema. Mención especial merece su certera banderilla a la hora de hablarle a Ione Belarra, cuya expresión contrariada, por haber sido excluidos los podemitas del honor de “sumarse” al rechazo colectivo al candidato fascista, era todo un poema. Feijóo lamentó no poder debatir con ella, porque “a Pedro Sánchez no se le entiende sin Podemos, ni a Podemos sin Sánchez”. Dicho de otro modo menos gallego, se necesitan como pulgas y perros. Y reparando en la presencia silente de una Yolanda Díaz aburrida en el burladero del hemiciclo, dale que te pego al tuister y al guasap, no dudó en dirigirse a ella haciendo referencia al último libro que al parecer nuestra rubia marxista leyó en la pelu, mientras le cauterizaban con amoníaco las neuronas; lectura que la llevó a cargar tintas, días atrás, y para mayor refocile de la parroquia, contra los mega millonarios que en este mundo son –Elon Musk, Bill Gates, Mark Zuckerberg y otros–; millonarios conscientes de que el planeta se va al carajo sí o sí y que hay que huir del apocalipsis sea como sea, bien en nave espacial a Marte, o al metaverso, o a una fortaleza en Nueva Zelanda… “Espero que usted y todos los suyos quepan en el cohete”, le largó, suscitando una de las grandes carcajadas de la sesión.

Estando así las cosas se entenderá, aunque la decisión ya había sido tomada días atrás en Ferraz, el hecho de que Pedro Sánchez, presidente en funciones del Gobierno, rehusara intervenir. Y no lo hizo por tres motivos fáciles de inferir. El recuerdo de su cara a cara con Feijóo durante la campaña, debate del que salió trasquilado, aún hiere su desmesurado orgullo personal; no subir al estrado, saltándose el protocolo y formalidad del acto, era el mejor modo de humillar y manifestar públicamente su desprecio hacia el candidato; y, finalmente, y esa es la razón de mayor peso, mantenerse al margen de la previsible batahola verbal le libraba de tener que dar explicaciones de todas las felonías que se trae entre manos y que sopesa cometer, a poco que encuentre resquicio legal para ello, a fin de ser investido presidente. Lo que ocurrió ya lo saben. Encargó saltar al ruedo a un diputado matasietes, un orco grosero y destemplado, que no merece ni ser mencionado, a fin de reconducir la atención lejos de lo esencial del momento.

Feijóo captó el desaire al instante. Debió sentarle a cuerno quemado. Normal. Pero apenas se inmutó. Y con la sorna en los labios le atizó a Sánchez la mayor bofetada verbal que recibirá en lo que le quede de vida: “¡Usted me pedía seis debates durante la campaña electoral, y ahora no es capaz de hacer el segundo!”. La carcajada en la bancada azul fue histórica. Puestos en pie le corearon un “¡Cobarde, cobarde!” que es lo más suave que se le puede llamar a un personaje tan bajuno. Términos como educación, dignidad, ética y principios brillan por su ausencia en su diccionario personal.

Alberto Núñez Feijóo no será presidente del Gobierno de España. Todavía no. En la segunda vuelta tampoco lo logró. El resultado fue el mismo, pese a la metedura de pata de un diputado de Junts que se equivocó al votar; pero venció de calle en un combate desigual, triunfó en lo discursivo apoyándose en la información exhaustiva, el sentido común, una educación exquisita y un humor descacharrante, despejando, de paso, todas las dudas que su liderazgo pudiera haber suscitado entre las filas de su partido. Será un gran líder de la oposición, no tengo ninguna duda.

En cuanto a Sánchez, vencerá, de eso no cabe duda, pero no convencerá. Está tremendamente solo, con al menos la mitad del país, o más, en contra, porque la miríada de asteroides que le rodea no orbita a su alrededor por afinidad, empatía o visión común; lo hace, únicamente, por ambición e interés partidista, por dinero y concesiones. Su soledad es la soledad del felón atrapado en su felonía, del obsesivo compulsivo sin escrúpulos capaz de pasar por encima de todo en su desmedido afán por el poder. Sánchez retorcerá la Constitución, reescribirá el Código Penal y troceará el Estado de derecho. Hará lo que haga falta. Ya lo dijo acertadamente Santiago Abascal: "Si al señor Sánchez le hiciera falta el voto de un partido de ladrones, prohibiría las cerraduras". El fin justifica los medios a emplear. Para él todo vale. Pero satisfacer las muchas exigencias que le surgen al paso resulta sumamente complejo…

De entrada, su gabinete jurídico ya avisa de que pretender encajar todos los delitos derivados del procés –innumerables– en una amnistía resulta imposible. Carles Puigdemont, por su parte, pide al Tribunal Supremo que aparte a Pablo Llarena de su caso por falta de imparcialidad y por cuestionar la constitucionalidad de su posible amnistía; ha obligado, además, al Gobierno a solicitar a Europol que no vincule separatismo con terrorismo, y exige en su interminable pliego de condiciones, porque su apoyo vale eso y mucho más, el pago de 450.000 millones de euros en concepto de deuda histórica por parte del Estado, y la condonación de la deuda catalana del Fondo de Liquidez Autonómico. No satisfecho con eso también pide que Cataluña recaude todos los impuestos habidos y por haber, y la creación de una Agencia de la Seguridad Social Catalana que controle la hucha de las pensiones. Finalmente, todos al alimón, con Pere Aragonès sumándose a la vocinglera para no ser menos, advierten de que la amnistía es solo el punto de partida y que sin referéndum pactado no habrá investidura. Dice Salvador Illa que por ahí no pasarán. Claro que sí, pasarán como un bulldózer aplanándolo todo, y nosotros lo veremos y sufriremos.

Es tan inmenso el despropósito, tan inasumible el precio a pagar, que cualquiera en su sano juicio mandaría a tomar viento a esta horda de delincuentes descerebrados y convocaría elecciones de inmediato. Sánchez no lo hará, porque está enfermo. Su nuevo (des)Gobierno, si termina por ceder ante semejante chantaje, será un torpedo en la línea de flotación del barco constitucional. Pero su ambición y falta de escrúpulos acabará por derrotarle, antes o después. No entrará, como anhela, en el libro grande de la historia. Entrará en el libro triste de la infamia como el peor presidente de la democracia española. Pese a la indignidad que nos tocará vivir, no se preocupen y sean felices. Y que cada cual disfrute, eso sí, de lo votado.