Un éxito no es definitivo y ningún fracaso es fatal. Y viceversa: se puede ganar una batalla, aunque no lo parezca, y perder una guerra; de igual forma que cualquiera, dándole la razón a la épica, puede salir indemne del peor trance. En la ingeniosa frase de Sir Winston Churchill que, igual que Chesterton, era una mina de ingenio, sabiduría y humor británico, se añade que lo que realmente importa –tanto en la calamidad como en la fortuna, que forman un matrimonio indisoluble, pues una no se entiende sin la otra– es tener el coraje para luchar. El sentido trascendente de esta enseñanza depende de una elipsis: el tiempo. Si nada es nunca definitivo, sino circunstancial, es porque existe un mañana. De donde se infiere que cualquier victoria puede tornarse en fracaso. Sólo el final del tiempo es una derrota total.
La investidura de Feijóo, como era de esperar, ha naufragado desde el punto de vista aritmético, cosa que ya sabíamos todos desde el comienzo. Este primer intento ha dejado, sin embargo, una novedad: hemos visto al candidato de la derecha perder la votación y ganar en forma, fondo y actitud el debate por incomparecencia absoluta de su némesis. La novedad, desde el punto de vista dramático, no radica pues en el desenlace, que ya estaba amortizado. Está en la interpretación de la obra, la puesta en escena, la actitud y los personajes. Ninguno de estos elementos son accesorios si la actual crisis política deriva en repetición electoral. Y aunque no fuera así, tampoco serían secundarios si la hipotética coalición –no la llamaremos progresista porque no lo es– logra armar una mayoría desconstituyente.
El presidente del PP, como parlamentario, ha demostrado una contundencia destacable. No lo tenía difícil: el trágala del independentismo a la democracia española y el entreguismo del PSOE, inspirado en el manual del PSC, que en el caso de Sumar es una rendición de todos los valores y principios que dicen defender, pusieron en manos del aspirante a la presidencia del Gobierno un libreto para poder cantar hasta una ópera –la de la felonía– sin forzar la voz.
No ha hecho falta. Feijóo, tirando de la sorna gallega (patrimonio plurinacional), puso a todos los grupos políticos frente a sus contradicciones, ocupando por completo el espacio político alternativo a la nueva alianza desconstituyente y relegando a los ultramontanos de Vox a una posición secundaria, sin contrapartidas y sin chantajes. La maniobra desarma (de momento) la amenaza ayusista sobre Génova, prolongando la era Feijóo, que no va a ser un paréntesis y puede perdurar hasta los próximos comicios generales, sean estos cuando sean.
El PP tenía que acudir a esta investidura –sin los votos necesarios– para evitar que la Coalición Puigdemont impusiera su mensaje: “Da igual lo que voten los ciudadanos porque nosotros haremos lo que nos conviene”. Que para el PSOE sea la Moncloa y para el independentismo una agresión (casi sexual) contra la Constitución es irrelevante. El crimen no está en el fin, sino en el medio: legislar injusticias a la carta, consolidar la desigualdad, limitar la libertad, disfrazar de progresismo la asimetría y saltarse la Carta Magna sin reformarla, por el procedimiento de cancelarla. Dicho en otras palabras: “Yo sí te creo, Carles”.
Nadie puede negar la aritmética, que es una ciencia exacta. La política, en cambio, es una obstinación humana y, por tanto, importa el contexto ambiental, el significado de las cosas y la interpretación personal. Todas son herramientas que vacunan contra la posmodernidad y el relativismo interesado. De estos factores, puestos en escena durante estos dos días en las Cortes, dependerán las futuras sumas, la suerte de quienes hoy no llegan y el porvenir de los que insisten en llegar a cualquier precio. Feijóo ha hecho lo que tenía que hacer el candidato más votado, que es lo que se negó a hacer Inés Arrimadas (Cs) en Cataluña, acelerando el hundimiento electoral del partido liberal. Su inmolación parlamentaria es fallida, pero no es estéril: permite evidenciar la encrucijada en la que se encuentra la política española.
Básicamente existen dos senderos: por un lado, la reformulación del modelo de la Santa Transición; por otro, el barranco de lo que unos llaman federalismo y otros, plurinacionalidad. Pueden elegir el término que prefieran porque los dos caminos conducen al mismo sitio: la insolidaridad social y la asimetría territorial. La independencia exige anular ambas cosas.
Entre estas dos orillas –otra de las certezas de este debate es la imposibilidad de alcanzar un sincretismo razonable porque hay quienes han hecho de la división su industria– está formulado el torneo entre los grandes bloques políticos. El mutismo de Sánchez, que además de Insomne ahora se ha vuelto Silente, define bien la esencia de la alternativa a los herederos de la Santa Transición: un vergonzante callar alrededor del asunto catalán que prohíbe que se disienta o se opine, so pena de expulsión o purga. Un silencio que abandona a su suerte a más de la mitad de los catalanes que han visto a los independentistas pisotear sus derechos, su lengua y sus sentimientos. Los de ellos, para el PSOE-PSC, no cuentan.
Ninguno de los dos bandos, por supuesto, posee el patrimonio de la verdad, pero entre ambos existe una diferencia: quienes predican la infinita paz cósmica ejercen el odio y practican el sectarismo; aquellos que son acusados de reaccionarios alzan la bandera (tirada en el suelo) de los valores republicanos: libres e iguales, pero también solidarios. ¿Deuda histórica para una región beneficiada durante más un siglo por la arbitrariedad del arancel? Menos bromas. Seamos –por una vez– positivos. La colisión entre las orejeras ideológicas y la realidad política demuestra que nuestra imperfecta democracia, secuestrada por las élites políticas, y para desgracia de quienes aspiran a matarla desde dentro, no está todavía moribunda.