Un tiempo, el nuestro, de fenómenos –sean planetarios o locales– meteorológicos, epidémicos, bélicos, tecnológicos, culturales, políticos, etcétera, más uno nuevo sorprendente: fatiga de derechos y libertades.

Hay que acotarlo para percibirlo y entenderlo. Se da en sociedades prósperas, incluso en las relativamente prósperas, como la nuestra, y en democracias plenas.

Es coetáneo con su contrario: la lucha por derechos y libertades. Solo puede darse, pues, en Occidente, y muy especialmente en Europa, su viejo núcleo originario, donde surgieron la mayor parte de las creaciones culturales y políticas de la historia: las polis, el derecho, la nación, el estado, la seguridad social…

La acotación espacial es lógica. No puede haber fatiga de derechos y libertades allí donde no los hay o, habiéndolos, se hallan restringidos a grupos o individuos privilegiados por razones étnicas, religiosas, económicas, de género.

¿Qué fatiga de esa clase pueden sentir las mujeres en Afganistán o la mitad de la población de Senegal que (sobre)vive bajo el umbral de la pobreza? Tampoco en Occidente todo el monte es orégano, que se lo pregunten a los cerca de 3,65 millones de residentes en España, de los cuales más de 650.000 en Cataluña, que se encuentran en situación de carencia material y social severa.

El de la fatiga es un fenómeno reactivo que amplificado llega a reaccionario, a pretender la vuelta a supuestos tiempos mejores y que en su traducción política conforma la ultraderecha.

Con las obvias salvedades, últimamente en España se nota esta fatiga.

La secuencia contemporánea de cambios que hemos vivido como sociedad no es única en Europa, pero es de las más singulares. Al inicio del siglo XX, una sociedad atrasada, rural, sometida a caciques y sotanas, con una industrialización menor en las periferias vasca y catalana y con las turbulencias campesinas y proletarias de la desesperación. Con la llegada de la Segunda República, un estallido de cambios esperanzadores, truncados por la tremenda reacción del 36, seguida de las fosas comunes, la represión (la de verdad) y 40 años de cerrojazo.

Con la transición democrática y bajo el estímulo y amparo de la Constitución, la recuperación del tiempo perdido. Primero hubo que equiparar España con nuestro entorno europeo en derechos y libertades elementales de la democracia: habeas corpus, reunión, libertad sindical, divorcio, extranjería, universalización de la sanidad y de la educación públicas, despenalización del aborto…, al mismo tiempo que se asentaba la democracia, se luchaba contra el terrorismo, se construía el Estado de las autonomías, se reformaba la industria, se remozaba la fiscalidad, se levantaba un cierto Estado del bienestar, etcétera. Lo consiguieron o afianzaron los Gobiernos de Felipe González.

En una segunda etapa, en tiempos de Rodríguez Zapatero, una hornada de leyes sociales: violencia de género, igualdad social entre mujeres y hombres, matrimonio entre personas del mismo sexo, autonomía personal y dependencia, antitabaco en espacios públicos…

Y una tercera etapa con el Gobierno de coalición de Pedro Sánchez que, además de hacer frente a las consecuencias económicas y sociales de la pandemia y de la guerra de Putin, ha logrado la aprobación de leyes de gran calado: memoria democrática, reasignación de sexo, eutanasia, ingreso mínimo vital, consentimiento sexual, reforma laboral, cambio climático, vivienda, etcétera.

En apenas 45 años ha habido en España una producción legislativa que en otros países tomó dos o tres décadas más. Algunas leyes resultaron polémicas, otras se derogaron o reformaron en la alternancia derecha izquierda y viceversa. La tensión legislativa ha sacudido la opinión pública en más de una ocasión.  

Un sector dinámico de la sociedad ha llegado a vanguardia europea, rompiendo aquel maleficio del retraso español en casi todo. Solo que por los densos contenidos y las prisas otros sectores no han podido seguir o se han cansado por el esfuerzo de seguir y se han quedado culturalmente atrás, embargándolos una fatiga de derechos y libertades que, si la han llevado al terreno político, el 23J (2023) se habrían decantado por la abstención o preferentemente por Vox (3.033.744 votos) o figurarían por esa razón entre los votantes del PP (8.091.840).

Salvando las especificidades nacionales, una fatiga parecida se aprecia en toda Europa que con el aditamento de miedos y malestares por las repetidas crisis y la inmigración explica el ascenso de las ultraderechas –aquí de Vox— rápido y amenazante para los derechos y libertades cuyo logro “fatiga”.

Si repite el Gobierno de izquierdas, los impulsores de una nueva hornada de cambios deberían tener en cuenta esa fatiga, que puede acabar en reacción, y pausar los cambios, hacer pedagogía del cambio antes de su conversión en ley y continuar la pedagogía después del BOE.

Inspirarse, en definitiva, en aquel sabio “vísteme despacio, que tengo prisa”.