Corría el año 1990 y el entonces secretario general de los socialistas vizcaínos, Ricardo García Damborenea, culminaba su alejamiento del PSOE --el malvado PSOE que pactaba con los nacionalistas vascos-- registrando como partido político a su creación “Democracia socialista”. Cuatro años después, Damborenea subía aupado por José María Aznar a un mítin del PP en Zaragoza en el que pidió el voto para los populares. Un año más tarde, fue condenado por el Supremo por la guerra sucia. Nicolás Redondo Terreros dejó la secretaria general del PSE en 2002 tras conocerse sus reuniones secretas con García Damborenea. Su distanciamiento del PSOE se ha hecho patente en estos años y culminó con su expulsión hace una semana por acercarse a los postulados del PP, mejor dicho, a los postulados de Aznar.

A ambos las columnas mediáticas de la derecha los han amnistiado, como han amnistiado a Felipe González y a Alfonso Guerra que critican al actual Partido Socialista. El rencor a Pedro Sánchez es la principal razón, camuflada de posicionamiento político sobre la amnistía. Ahora son elogiados por aquellos que los repudiaron e incluso trataron de meterlos en la cárcel. Sin embargo, paradojas de la vida, son los primeros amnistiados por jalear las posturas del PP. El problema no es la crítica, es la deslealtad de quienes consideran al PSOE de su propiedad.

Felipe y Guerra llevan años perdiendo en el seno del Partido Socialista. La última vez que ganaron fue en el congreso de Sevilla en 2012, cuando se emplearon con nocturnidad y alevosía para evitar que una mujer, una catalana, llegara a ser secretaria general del PSOE. Apostaron llamando de forma personal a varios delegados. Todavía en ese momento Felipe era Felipe y Guerra era Guerra y convencieron a una decena de delegados que cambiaron su voto en el último momento para colocar al frente del partido a Alfredo Pérez Rubalcaba en detrimento de Carme Chacón. Rubalcaba en aquel congreso dijo "el PSOE ha vuelto" bajo la mirada de los dos paladines del socialismo. El PSOE tardó un tiempo en volver porque el viejo PSOE no acertó con la tecla adecuada y lo perdió todo hasta que un tal Iván Redondo dio con la estrategia que llevó a Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno.

Nunca le perdonaron a Pedro Sánchez que no se pusiera bajo su cobijo. Que no les llamara para consultar qué hacer. Y ahora como estómagos agradecidos se ponen al servicio del PP para denostar a Sánchez. El PP quiere dinamitar su investidura haciendo un llamamiento al transfuguismo y Guerra y Felipe quieren dinamitar directamente a Pedro Sánchez. Pero ya no es lo mismo. Una cosa es discrepar del secretario general y otra, muy distinta, poner al PSOE al servicio del PP. La militancia socialista vive atónita a este movimiento de los que lo fueron todo en un PSOE que pactó con el PNV, que dejó al PSC a los pies de los caballos por las carantoñas a Pujol y a su Convergència i Unió. Ahora, ya no lo son. Su liderazgo es cosa del pasado y han resucitado como dinosaurios y no han dudado en ponerse al servicio de la derecha de toda la vida. La que ahora los elogia porque han visto la luz.

Felipe y Guerra quieren matar --políticamente claro-- a Pedro Sánchez y para ello no dudan en ponerse en sintonía con Aznar, que quiere domesticar a un Feijóo que está al frente del PP desorientado y errático, como un elefante en una cacharrería. Aznar ha movido sus hilos para que la investidura de esta semana de Feijóo sea lo más parecido a una moción de censura a su líder para fortalecer a Isabel Díaz Ayuso, a quien considera su heredera. Porque Aznar, como González y Guerra, considera a su partido una finca de su propiedad. Incluso el líder de la derecha más extrema del PP promueve un golpe de estado transfuguista en el PSOE. Todo sea por evitar la investidura de Sánchez, aunque sea recordando el tamayazo que llevó a Esperanza Aguirre a la presidencia de Madrid. Con sus palabras de esta semana queda claro que aquel transfuguismo, vestido de Democracia Socialista, fue inspirado y orquestado por el PP comprando estómagos agradecidos. Sin embargo, su efecto es contrario al deseado. Ni García Page, el barón más crítico quiere ser un colaboracionista, ser un traidor, porque lo que sucede en estos días no es discrepancia es deslealtad.