La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, ante la avalancha de inmigrantes, expande la confusión. Los partidarios de la migración, industrialmente necesaria para hacer frente a la caída de la natalidad en Europa, repiten ahora que la cancillera Merkel tenía razón; pero cuando lo dijo, en 2015, en plena crisis de los refugiados, ni caso. Si la contratación en origen es la solución legal vigente, tengamos en cuenta que esta modalidad de empleo e integración es de apenas un 8%, mientras las mafias del viaje a la muerte se frotan las manos.
El utilitarismo de Merkel abrió una ventana de oportunidad en la UE, que ahora pretende cerrar el extremismo nacionalista, a base de hurras a los umbrales de un cambio etnológico que impulse la demografía de piel blanca. El pasado fin de semana, mientras Meloni era testigo del drama de miles de migrantes varados en Lampedusa, su ministro Matteo Salvini festejaba la unión de los ultras italianos junto a Marine Le Pen, líder de la Agrupación Nacional francesa, para las próximas elecciones europeas. El encuentro tuvo lugar en Pontida (Lombardía), donde se celebra cada año el pronunciamiento de la “lucha por la patria”, un eufemismo del nacional populismo; un exordio xenófobo vestido de derecho natural.
¿No habéis oído a Giorgia Meloni, primera ministra italiana, o a Viktor Orbán, primer ministro de Hungría? Se pregunta Emma Riverola en un artículo combativo, en el que la escritora presta atención a la propuesta racial de la política italiana: “Si los inmigrantes no solucionan el declive demográfico, invirtamos en la familia”. Venga, a tener niños blancos, no sea que el bello color de la infancia de Gambia, Somalia, Costa de Marfil, Sudán o Libia, después de atravesar el Mediterráneo, nos pueda. No son las tardes de otoño las que provocan el desapegado pesimismo ante la política, sino el silencio de casi todos, en una nebulosa de mala conciencia, ante el descomunal drama migratorio.
Lampedusa ya no es la isla de El Gatopardo, aquel príncipe de Salina, que inventó el dontancredismo durante el levantamiento de Garibaldi dispuesto a “cambiarlo todo, sin cambiar nada”. En esto último es en lo único que han coincidido Meloni y la presidenta de la Comisión, Úrsula von der Leyen, en su cita en la pequeña isla situada entre Sicilia y África, abarrotada por el hacinamiento de los recién llegados en barcazas de madera, tumbas oxidadas por el salitre.
La primera ministra italiana va de la xenofobia al chantaje: su partido, Fratelli d’Italia, después de proclamar durante años su desprecio por el foráneo en busca de una oportunidad, recaba ahora la ayuda a Bruselas para financiar sus nuevos Centros de Identificación y Expulsión. Ella no afloja; ni saludó a los migrantes, dejó el motor de su avión en marcha y cumplió el expediente. Pide dinero con una mano y con la otra acaricia a los conjurados patriotas en Lombardía; eso es lo que entiende por invertir en la familia. Por su parte, la Comisión Europea tiene un plan inaplicable en una etapa de restricción monetaria; habla de retomar los fondos de resiliencia o de recuperación establecidos por el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE).
En cualquier caso, la situación se endurece en un horizonte de menos dinero público y más mano dura. La frontera franco-italiana de Ventimiglia, el cuello de botella del éxodo, está casi cerrada y la ruta de entrada a centro Europa se cae del mapa. En cabeza de los países receptores, junto a Italia y Alemania, el caso de España es especialmente deplorable: seis de cada diez solicitudes de asilo son denegadas sobre un total de 118.842 migrantes, en 2022, según los datos del Ministerio del Interior. Da lo mismo que nuestra isla esté en Canarias o sea la tumba de Alborán, el corsario tunecino. El dolor de Lampedusa nos desnuda.