Sin duda, la noticia de esta semana es el uso de todas las lenguas cooficiales en el Congreso, lo que ni me entusiasma ni me enfurece. Como catalanohablante no me produce ni fu ni fa. Entiendo a los que argumentan que los españoles tenemos una lengua común, aunque a mí me parece más preciso y bonito llamarla compartida, pues lo común me resuena a koiné, y en esa pretensión hay la de convertir a las otras lenguas en algo prescindible (en Cataluña, el grupo Koiné pretende que el catalán sea la lengua común, lo que ya sabemos qué significa). Argumentan, los primeros, los contrarios al plurilingüismo en el Congreso, que es una contradicción –y una desconsideración— no utilizar el castellano, ya que en esa lengua nos entendemos todos. Y tienen parte de razón. España no es Suiza, donde no existe una lengua franca. El país helvético no es el espejo donde mirarse, por lo menos para los que no queremos un país con realidades incomunicables.
Que el catalán/valenciano, gallego y vasco se utilicen desde hace unos años en el Senado, en tanto que cámara territorial, me parece lógico y saludable. En cambio, en el Congreso es más discutible, sin que tampoco lo rechace siempre que con ello se alcance un pacto de cordialidad que ponga fin a la querella lingüística, que se resume en la pretensión de los nacionalistas de marginar al castellano en los territorios donde gobiernan. Que desde la tribuna del Congreso se puedan hablar todas las lenguas cooficiales no me resulta escandaloso ni ofensivo, aunque funcionalmente sea innecesario y no refleje la realidad de la calle en España donde todos nos entendemos perfectamente en castellano, lengua que compartimos. Lo saludo, sin embargo, como un reconocimiento simbólico.
Entiendo que en la cuestión lingüística hay sobre todo emociones, y que una parte de los hablantes de las otras lenguas españolas han podido sentirse agraviados, más en el pasado que en el presente, y que desean más gestos de cariño. Soy un firme partidario del ejercicio de los derechos lingüísticos, y si un diputado catalán, gallego o vasco quiere hablar en su (otro) idioma, pues el castellano es también suyo, tan suyo como el catalán, gallego o vasco, aunque él no lo quiera reconocer, no tengo nada que objetar. No me opongo a que se puedan hablar todas las lenguas, aunque sea a costa de usar un pinganillo y de gastarnos un dinero. Ahora bien, los derechos lingüísticos han de ser para todos, también para los que tienen el castellano como su lengua principal en Cataluña.
Lo que lamento es que la introducción de las otras lenguas españolas en el Congreso no sea el fruto de un gran pacto, que complete el amplísimo reconocimiento que ya se hace de la pluralidad lingüística española, un pacto que garantice los derechos de todos los hablantes. Sin embargo, los que ayer saludaban ese hecho como un día histórico son los mismos que niegan sistemáticamente, con argumentos miserables, el uso del castellano en la escuela catalana como lengua vehicular, o solo rotulan e informan en catalán. Por desgracia, el plurilingüismo se introduce como consecuencia de un pacto de investidura, a cambio de un puñado de votos, en el que los nacionalistas vuelven a sacar pecho de antiguas heridas, sin que concedan a cambio que el castellano es la lengua de todos, la otra lengua por derecho propio en todos los territorios y que saquen conclusiones políticas de ello. Que se hable catalán/valenciano, gallego o vasco en el Congreso no va a precipitar la desintegración de España, pero tampoco está en la voluntad de los que lo han exigido que sirva a la convivencia y la integración.