La democracia es una constante sucesión de decepciones. En esto se parece mucho a la vida que, en el fondo, no es más que un camino de espinas cuyas estaciones, separadas por tramos pasajeros de entusiasmo, tienen un mismo cartel: bienvenidos al desencanto. Casi todos continuamos viviendo a pesar de los desengaños. Por hábito, por costumbre y porque la alternativa a la existencia –la muerte voluntaria– se nos antoja bastante peor. Acaso por esto mismo tampoco estemos dispuestos a renunciar a ejercer como ciudadanos, por imperfecta que sea esta democracia: todas las variantes que pudieran sustituirla son inaceptables. 

El mecanismo que mueve a la democracia es la melancolía: al no contentar por completo a nadie en particular, impide que la voluntad de unos se imponga a la de otros, forzando a todos a buscar un acuerdo. No es, desde luego, lo que están haciendo ni el PSOE ni ese experimento de comunismo zen llamado Sumar, que unos días da lástima y otros causa el mismo pánico que provoca ver a un demente manejar un autobús escolar.

Según Adam Przeworski, politólogo polaco, para que personas que piensan y quieren cosas muy diferentes puedan vivir juntas y en paz –eso es una nación– las decisiones colectivas tienen que adoptarse en función de cuatro elementos: la igualdad, la participación, una planificación racional de los objetivos (con su evaluación posterior) y la libertad. 

¿Se da alguna de ellas en la negociación secreta que la Moncloa mantiene con el Napoleón de Waterloo? Quienes se sientan en esa mesa de diálogo, que es una tabla de rendición, no han ganado las elecciones. Ni siquiera son, en sus respectivos territorios, la lista más votada. Lo que discuten quiebra el principio de igualdad. En la coyunda únicamente abrevan ellos: nadie sabe ni los términos de la discusión, ni el alcance de las concesiones, ni su legalidad.

Tampoco se vislumbra por ningún lado la libertad: un acuerdo entre los dos trileros que son Sánchez y Puigdemont, un político sin principios y un prófugo de la justicia, no va a liberar a nadie. Lo que persigue es que la sociedad se someta al capricho de los sediciosos y rendir la ley (la última garantía democrática) a los delirios de la tribu. No way.

Este vovedil no hay pues por donde cogerlo. Y, sin embargo, los actores políticos de la farsa dicen encarnar la voluntad popular expresada en las urnas. Ni modo, como dicen en Colombia. Los españoles eligieron el 23J a los diputados y a los senadores. Nada más. Tuvieron que hacerlo además con listas cerradas: en lugar de votos libres y conscientes, lo que recibieron los partidos políticos fue un mero refrendo a su voluntad.

El mandato popular, incluso con todas estas limitaciones, fue concreto y finalista: construyan una mayoría (que no viole la Constitución, pues a su amparo se vota) y gobiernen. Si no pueden, hay que volver a votar. En lugar de respetar las reglas del juego, Sánchez y Sor Yolanda del Ferrol han entrado en una colosal senda desconstituyente, interpretando de forma arbitraria que estos comicios son equivalentes a un cambio de régimen político.

No es muy diferente a la distopía de 2017 en Cataluña, cuando una autonomía se arrogó la soberanía que no tenía para alzarse en contra del Estado, despojando de sus derechos constitucionales a la mitad de los catalanes. PSOE y Sumar creen tener un mandato ilimitado que les faculta a hacer lo que deseen. Y no toleran la resistencia. Si todavía no han entendido que se han metido en un callejón sin salida es porque se han contagiado del totalitarismo de Junts y ERC.

Pactar con sediciosos y acusar a todo aquel que les discuta de ser un golpista in fieri es una comedia. Las presuntas izquierdas, que dejan de serlo en cuanto se lanzan en los brazos del nacionalismo más reaccionario, han decidido que convocar a la gente para que salga a la calle y exprese su opinión es su monopolio. En democracia todos debemos aprender a convivir con la decepción. Ellos, también. Ni ganaron las elecciones, ni han sido elegidos en unos comicios constituyentes ni tienen autoridad moral para a asignar sambenitos a nadie. Tots al carrer.