Leviatán se alimenta de la España territorial. Mientras el griterío aumenta, la amnistía ha acabado mostrando el nuevo deje pactista de Puigdemont, experto en “felonías” al lado de Sánchez, como escribe Juan Luis Cebrián. Puigdemont está fuera de juego, pero los cuarteles generales de los dos grandes partidos, PSOE y PP, saben, en el fondo, que la euroorden de Llarena sería el último gesto del declive de la política. El Òmnium de Xavier Antich pide el perdón para casi 2.000 imputados del procés, pero no para Laura Borràs. La tirria que se tienen entre ellos los indepes es de traca y pañuelo, como se vio el pasado lunes patriótico.
Los indultos demostraron cómo se articula una medida de gracia con respeto por las sentencias del Tribunal Supremo. Pero la amnistía abre la caja de los truenos. Aunque encaje en la Constitución, no habrá una ley de amnistía, por mucho que el TC no pueda suspenderla cautelarmente, una vez legitimada en el Congreso.
En el entorno del PSOE, Felipe González, al frente de la vieja guardia, ataca a Sánchez para no perder la costumbre desde aquel golpe palaciego en el comité federal. Después de vender su villa en Tánger a los saudíes y de colocar a Sánchez en el punto de mira, Felipe se mece en sus cosas: pide pactos de centralidad germánica, PP-PSOE. Quiere mandar sin estar; no utiliza el asíndeton de Mariano José de Larra, pero juega al papel de Braulio, aquel castellano viejo, un fragmento de la conocida recopilación de El pobrecito hablador; todo lo que no es suyo, se le hace imposible, como a Puigdemont, otro Braulio por su inconsciente versión de la gracia que trata de colocar la responsabilidad de lo sucedido en 2017 sobre los hombros del Estado. De aurora boreal.
Sánchez les manda a los partidos indepes emisarios que se metan en rincones excusados para escuchar “caprichos ajenos”. El presidente en funciones tiene también su toque de Braulio; es duro de pelar, patriota de meseta tibetana y dotado de un rictus de severidad, incluso debajo de su sonrisa. Quiere saberlo todo, antes de aceptar hoy lo que negó ayer. No es paradójico, sino reactivo; no se somete al énfasis ni a la retórica aumentativa. En el momento del 155 de Rajoy se sumó al carro dejándose llevar por la judicialización de la misma política que ahora quiere desjudicializar. Presume de que, con él, ha descendido la crispación en Cataluña, olvidando su apoyo constitucional al PP; su relato camufla su ideología. Está dispuesto a pactar con el frente secesionista catalán que, el 23J, perdió 800.000 votos y, por algún lado del escenario, saldrá esta debacle electoral de Junts y ERC. Los indepes tienen la llave de paso, pero han perdido la batalla de la opinión.
Sánchez es consecuente a corto plazo e inconsciente a medio y largo; no se desabrocha deprisa ni le hace falta anudarse el cinturón debajo del gaznate. Pero tampoco es un piernas ni un covachuelista sin modales, ni un simple autor apócrifo de manuales de resistencia. Quienes ahora le reprenden, desde el PP o desde el PSOE, ascendieron jugando con las mismas canicas que él; se mueven hoy en el reino del chascarrillo, colonizando los argumentarios de la comunicación. Larra convirtió una sátira de Boileau en su castellano viejo y partió de un sardónico Horacio en La Nochebuena de 1836, un retraso de agenda que ahora puede estar a punto de repetirse, en una más que posible convocatoria electoral.
Cuando la lucha de clases se queda atrás, renace el cultivo de la desigualdad. En este hueso está pinchando Yolanda Díaz. Por su parte, en el bloque conservador, Vox hace agua, como le ocurrió al plan Weber-Meloni en la UE. Nadie renuncia a la geografía digital de las nuevas fronteras, allí donde crece el Ciberleviatán de José María Lassalle, el nuevo Larra.