La actualidad catalana ha venido dominada estos días por dos noticias que ilustran a la perfección la deriva de los últimos tiempos: el retorno de Carles Puigdemont al centro de la vida política y la crisis de la siderúrgica CELSA.
La aritmética parlamentaria ha llevado a que Puigdemont se convierta en la persona determinante para la gobernabilidad de España: de él va a depender formar un gobierno liderado por los socialistas o, por contra, ir a unas nuevas elecciones de resultado incierto. Si, en su momento, Puigdemont nos llevó a una delirante declaración de unilateralidad, consumando un procés que ha conllevado un perjuicio enorme para el conjunto del país, no es nada descartable que ahora nos conduzca a un nuevo escenario de confusión y deterioro, precisamente cuando el país va recuperando el pulso y la normalidad.
El riesgo es abocarnos a unas nuevas elecciones, renunciando a una legislatura que podría resultar beneficiosa para los intereses generales de Cataluña, pero, quizás aún más preocupante, es que Puigdemont facilite la investidura y pretenda regresar en olor de multitudes. Un regreso que, inevitablemente, iría seguido de un “sacar pecho” extremo y una ridiculización sistemática de todo lo que suene a español; un escenario difícilmente soportable para el conjunto de España, para su política, sus instituciones y su ciudadanía.
Y es que Cataluña sólo recuperará presencia perdida cuando aparquemos de una vez las utopías y nos concentremos en lo que Ortega y Gasset denominaba el gobierno de las cosas, ese discreto y poco emocionante preocuparse del día a día de los ciudadanos, de sus instituciones y sus empresas. Llevamos demasiados años alejados de la realidad y un nuevo ejemplo de ello lo tenemos en el incomprensible final de CELSA, del que ya hemos hablado esta semana. Una pena enorme, porque de tener claras las prioridades, difícilmente la siderúrgica hubiera acabado en manos de fondos buitre. Pues, nada, sigamos priorizando Waterloo.