Más que información, lo que realmente nos gusta es consumir sucesos. Lo demuestra la primacía con que estas noticias predominan en todo el ecosistema comunicativo. Los noticiarios televisivos, siempre que pueden, abren con hechos espectaculares, a ser posible inesperados y morbosos, que capten nuestra atención, ya que no parecen hacerlo las informaciones políticas, culturales o económicas. En la prensa digital, los hechos luctuosos, la crónica negra, tienen un gran éxito. Predominan. El fenómeno del clickbait está lleno de propuestas de estas características con las que, tarde o temprano, uno acaba entrando por curiosidad malsana. En los digitales deportivos, entre informaciones de fútbol poco rigurosas, especialmente en verano, hay todo tipo de tentaciones para dejarse llevar por el morbo y distraerse con titulares engañosos del mundo del corazón. Quizá sea la “anticuada” prensa-papel donde todavía los temas de sucesos, a pesar de estar ahí, siguen ocupando una posición secundaria con relación a temas más relevantes. Históricamente, ha habido un periodismo de sucesos vinculado a los especialistas en temas sociales que ha tenido bastante interés informativo. Las crónicas judiciales, reflejar los temas negros de la realidad con el fin de utilizarlos como síntomas de problemas sociales más amplios, han tenido y pueden tener mucho sentido todavía. No quedarse en los temas formales, no resaltar lo más escandaloso o trágico, creando un contexto que da sentido a la explicación de los hechos y puede convertirlos en información. Pero, en relación con los sucesos, no es este el periodismo que predomina. De hecho, con lo morboso ya no se practica el periodismo, sino meramente el entretenimiento.
Más que en individuos sociales propensos a conocer lo que sucede para entender un poco más la vida, nos hemos convertido en personas entretenidas necesitadas de fuertes impactos visuales y emocionales. Somos consumidores de experiencias cuanto más extremas mejor y nuestro umbral de estímulo no va sino aumentando. Atentados, explosiones, imágenes de violencia irracional, inundaciones, incendios, bombardeos, asesinatos, hechos delictivos... captan inmediatamente nuestra atención, ya sea por abiertamente disfrutarla o por falsamente escandalizarnos. Nos hemos ido haciendo adictos a lo sorprendente, grandioso y, a ser posible, algo escabroso. La renovada afición por series y documentales sobre estas temáticas es bastante elocuente. Ahora se les quiere dar un barniz, incluso, de modernidad. Pero el éxito con que se sigue Crims en TV3 no deja de ser el morbo puesto al día de lo que significaba, durante el franquismo, la lectura de la muy rancia revista El Caso. Hay quien opinará que conocer episodios de maldad nos ayuda a reforzar nuestro posicionamiento en el lado del bien. No creo, sin embargo, que el apego de conocer todos los detalles de lo criminal o luctuoso tenga ningún sentido moral. Un divertimento para afrontar una vida que puede parecernos demasiado convencional y aburrida.
Este mes de agosto, los medios –unos mucho más que otros— se han recreado en el asesinato y descuartizamiento de un hombre en Tailandia, bastante más que aparentemente cometido por un joven español hijo y nieto de actores más o menos reconocidos. Famoseo y crimen, la mejor combinación posible. Muchos informativos han abierto con los detalles sobre el tema, se manejan enviados especiales e incluso nos retransmiten en directo las surrealistas ruedas de prensa de la policía tailandesa. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué nos aporta? En el mundo se suceden de forma continuada hechos dramáticamente trágicos y expresiones de violencia brutal. Que a alguien se le crucen los cables o practique un homicidio repugnante, no veo más allá de dolernos y lamentarlo, qué información relevante nos proporciona. En este caso, además, el sesgo cultural y patriótico lo hace todo todavía algo más repugnante. Joven consentido, rubio y surfista en medio del mundo oriental al que se intenta, por parte de los informantes, buscar una justificación o coartada para el crimen, mientras se describe con todo detalle lo que le espera, “al pobre”, en condiciones que se imaginan dantescas en las cárceles de ese país. Poco periodismo detrás de este tema y de la sobreexplotación mediática que se ha hecho de él y, sin duda, se hará. Pero resultaría poco honesto culpar de esa frivolización y espectáculo del dolor sólo a los medios. Sin consumo, sin demanda que satisfacer, no estaría la oferta.