Aunque Josep Borrell, en tanto que comisario europeo, intenta eludir el debate político español, no es insensible, como él mismo ha reconocido en una entrevista en El País, “a la paradoja de que la formación del Gobierno dependa de alguien que dice y repite que la gobernabilidad de España le importa un carajo”. Tanto el PSOE como el PP cuando no han alcanzado la mayoría absoluta, se han apoyado en las formaciones nacionalistas/soberanistas para lograr sus respectivas investiduras. Una democracia parlamentaria requiere de pactos y concesiones. Nada tiene de malo, pero en nuestro país llevamos demasiadas décadas actuando “a golpe de coyunturas”, se lamentaba Borrell. Los dos grandes partidos han ido haciendo de la necesidad virtud, adecuando el discurso a sus crecientes necesidades parlamentarias, desde José María Aznar en 1996, con el pacto del Majestic, hasta hoy con Pedro Sánchez, pasando por José Luis Rodríguez Zapatero, con su apoyo a la reforma del Estatuto.
El problema es que el enfrentamiento cainita entre populares y socialistas ha impedido cerrar el modelo federal de Estado que necesitamos, acordar cómo defender nuestra democracia constitucional de sus enemigos, y salvaguardar de manera real el principio de igualdad entre españoles. En su lugar, “han ido cediendo a la presión del momento”, como acertadamente reflexionaba quien fue ministro de Exteriores entre 2018 y 2019. Lo que muchos reprochan tan duramente al PSOE de Sánchez, lo mismo se podría decir respecto del blindaje del cupo vasco que acordó el ministro Cristóbal Montoro y Mariano Rajoy al PNV para que le apoyara en su última legislatura, aunque luego los jeltzales le pagaron sumándose a la moción de censura que le apeó de la Moncloa.
La mayor paradoja del momento actual es que los partidos separatistas, pese a que sus resultados electorales fueron pésimos, obteniendo solo 14 diputados de un total de 48 por Cataluña, quedando ERC y Junts en cuarta y quinta posición en votos, muy por detrás de un victorioso PSC, y de Comunes y PP, hoy tienen en su mano la gobernabilidad de España. Indigna que aquellas fuerzas que menos representan a los catalanes hablen en nombre de todos y que se les regale tan a menudo la sinécdoque de pasar por los representantes de Cataluña en el Congreso. El problema de la amnistía, bajo la fórmula que sea, pues sin ella Sánchez no obtendrá la investidura, no es el perdón político seis años después del fracaso del golpe separatista. El borrón y cuenta nueva que exigen desde Junts y ERC sería imprescindible si fuera el resultado de un proceso de reconciliación, en el que los líderes de esos partidos reconocen sus errores, y prometen no volverlo hacer más. Por desgracia será el fruto de una nueva coyuntura de cesiones, que se justificará bajo el mantra de “aliviar las penas del procés”.
Si Carles Puigdemont regresa a España sin ni tan siquiera ser juzgado por malversación y desobediencia se apuntará una importantísima victoria moral sobre la que levantará su resurrección politica justo cuando parecía muy cerca de ser desahuciado por la justicia europea. Sánchez, con el fin de alcanzar una investidura en el marco de una legislatura que igualmente será complicadísima, de duración más incierta que la pasada, se dispone a regalar al separatismo más irredento, el que todavía sigue invocando el mandato del 1-O, un gran triunfo que volverá a situar a Junts en condiciones no solo de ganar a ERC, sino de vencer al PSC en unas autonómicas. Y así, a golpe de coyunturas, la democracia española camina de nuevo hacia el precipicio.