Si miramos la lista de países ordenados por su PIB per cápita o, mejor aún, por su salario medio, nos daremos cuenta de que muy pocos nadan en la abundancia mientras que la gran mayoría se hunden en la miseria. España está dentro de los afortunados, con un salario medio algo superior a los 28.000 euros al año, claro que es poco comparado con los más de 55.000 de Alemania o los 100.000 de Suiza, cuando la vida no es ni el doble de cara en Alemania ni casi cuatro veces más en Suiza. Pero si mirar hacia arriba nos produce frustración, mirar hacia abajo nos debería producir vértigo, pues son decenas los países cuyo salario medio es inferior a 5.000 euros al año. Aunque España necesitaría cruzar pronto la frontera de los 30.000 euros para no descolgarse del club de los ricos, las cifras de desigualdad aterran cuando vemos el volumen de población que está en cada lado.

Simplificando, podemos considerar que los países de Asia, África e Hispanoamérica forman el grueso de los territorios desvalidos, si bien es cierto que hay excepciones tanto si consideramos países como individuos. Pero asumir que el 90% de la población mundial tiene un salario mensual inferior a 300 euros puede considerarse una aproximación razonable. Más allá del valor estadístico, lo que es un hecho incuestionable es que entre las principales causas de fallecimiento en el mundo siguen estando la desnutrición, la diarrea, provocada en general por una pésima condición del agua, y la malaria, tres motivos que con un poco de esfuerzo se podrían solventar, porque más de la mitad de la población mundial ni siquiera llega a los 100 euros como ingreso mensual.

Pero hete aquí que los países ricos y los tontos útiles de los organismos multilaterales prefieren hablar de las emisiones de CO2 y de la contaminación por los plásticos antes que del hambre y de los entornos insalubres donde malvive la gran mayoría de la población mundial. Una vez más, los países ricos nos empeñamos en priorizar nuestros valores (?) al sentido común más elemental. No hay una gran diferencia entre lo que hacemos ahora y lo que hicieron nuestros antepasados cuando colonizaban medio mundo, la razón está de nuestro lado (o eso creemos). Nuestro supremacismo es tan insultante como lo fue en tiempos de las colonias, la única diferencia es que ahora ni siquiera arriesgamos nuestra vida, simplemente nos limitamos a postear en Instagram o TikTok.

Nos escandalizamos cuando China o Rusia invierten en países subdesarrollados, pero están haciendo exactamente lo mismo que hemos hecho nosotros desde tiempos de los romanos, extender sus fronteras. Ahora se hace fundamentalmente por influencia, por lo que incluso el coste es menor. Pero la cantidad de puertos o de fuentes de materias primas en manos chinas nos haría pensar un poco si dejásemos de ocuparnos por cosas nimias.

El mundo es cada vez más complejo. China, Rusia, India, Arabia Saudí… hasta Turquía está creando su propia teoría geopolítica multipolar mientras nosotros nos dedicamos a demonizar el coche de combustión interna, las pajitas de plástico o a crear personajes de Disney que encajen en cualquiera de las letras de la neoortodoxia de identidad sexual. El Banco Mundial acaba de denegar ayudas financieras a Uganda por su falta de permisividad con la orientación sexual de sus ciudadanos, algo que ocurre en, al menos, el 40% de los países reconocidos por la ONU. ¿Un organismo multilateral debe usar sus ayudas para imponer conceptos occidentales en los países en vías de desarrollo? ¿Es apropiado que el Banco Mundial, el FMI o la ONU se empeñen en extender los valores de los países “desarrollados”? Si la respuesta es sí espero que simultáneamente terminemos con el revisionismo historicista, pues todas las colonizaciones tenían en común la extensión de los valores de la metrópoli, desde el catolicismo español al puritanismo británico, por no hablar de quienes ampliaron sus fronteras por las armas.

El Dáesh creció gracias a la torpeza de occidente apoyando las primaveras árabes porque decíamos que traerían la democracia a quienes no les hacía falta. Nuestro supremacismo cultural nos lleva a criticar, por ejemplo, los matrimonios concertados cuando nosotros hacemos todo lo posible para que nuestros hijos se mezclen con gente de nuestra clase y condición. Hoy, en 2023, más del 50% de los matrimonios del mundo son concertados por las familias de los novios. Nuestro laicismo, materialismo y falta de valores los catalogamos como algo avanzado, despreciando tradiciones y culturas milenarias y tachando de retrógrado a quien pone la religión o la costumbre por delante de muchas cosas. Nuestra visión cada vez más infantiloide y superficial es la única referencia válida en un mundo donde la cultura occidental es cada vez menos relevante.

Dicen que el declive del Imperio romano se evidenció cuando Calígula nombró senador a su caballo. Nosotros ya estamos equiparando los derechos de una lagartija con los de un ser humano.