Leía estos días que hasta un 35% de familias españolas no disponen de recursos económicos para tomarse unos pocos días de vacaciones. Les corresponde armarse de paciencia para, desde sus viviendas, a menudo poco más que habitáculos insuficientes, soportar este calor sofocante, conviviendo en unos pocos metros cuadrados. Triste para las familias y, especialmente, para sus más pequeños, que irán asumiendo la marginalidad como lo más natural en sus vidas. Un dato que impacta pero que no puede sorprender, no deja de ser uno más de tantos que señalan el estado de nuestra fracturada sociedad. Otra cosa es que pasemos de puntillas sobre dicha realidad para ni enterarnos.

Ello me lleva a recordar ese discurso, que va cuajando entre buena parte de nuestros conservadores pudientes, que asevera que la desigualdad no es el problema; que lo fundamental es garantizar la igualdad de oportunidades y que, en España, la hay. Es decir, quien no avanza es porque no quiere. A ellos, un par de consideraciones.

Me pregunto cómo alguien mínimamente sensato puede llegar a creer que con el acceso a sanidad y educación pública --que no están para tirar cohetes-- la igualdad de oportunidades emerge como por arte de magia; si realmente consideran que los niños obligados a pasar el verano en cualquier barrio humilde van a tener unas oportunidades mínimamente similares a las de aquellos de segunda residencia en Sotogrande o el Empordà. Es sorprendente su desconocimiento de las condiciones reales de vida de muy buena parte de sus conciudadanos. Tampoco les interesa demasiado.

Y es que, al margen de si esa igualdad de oportunidades existe o no, el nivel de desigualdad es, en si mismo, inaceptable. Una sociedad decente no puede asumir que más de una tercera parte de sus más jóvenes se acostumbre a no pasar ni una semana en el campo o la playa; que no puedan ir cargando su mochila vital con recuerdos de sus veraneos infantiles, como hemos hecho desde siempre los que, más o menos, vivimos cómodamente. Sin una mínima igualdad de base, los destinos vienen ya escritos desde que se nace.

Uno tendía a pensar que, en una sociedad que alcanzara un elevado grado de civilidad compartida, aquellos que ya tienen la vida más que resuelta, se dedicarían a pensar en el bien común, en un capitalismo sostenible a largo plazo. Pero, a menudo, no es así. Dado el papel central, cuando no único, del dinero en nuestro mundo, a lo que aspiran es a una aún mayor acumulación de riqueza. Además, desde las business schools, donde sorprendentemente envían a todos sus vástagos, se les dota de una supuesta argumentación moral que carece de sustento, por muchas cátedras de ética que se vayan inventando, pero que les permite tener la conciencia más que tranquila. En cualquier caso, buen verano a todos.