Europa es el continente más viejo y fragmentado en el terreno político. Con una superficie de 10,53 millones de kilómetros cuadrados se halla dividido en 50 Estados, cinco territorios dependientes y seis países de reconocimiento estatal insuficiente, y, además, hay una docena de las llamadas “naciones sin estado” cuya aspiración es la constitución de un estado, con lo que Europa llegaría a sesenta y tantos Estados. El también políticamente viejo continente asiático tiene 51 Estados y seis dependencias, pero una extensión de 44,58 millones de kilómetros cuadrados.  

Cada uno de los Estados constituidos tiene su singularidad; es más, puede afirmarse que “no hay Estado sin singularidad”, y “las naciones sin estado” también alegan la suya. Europa es el continente con el mayor número de singularidades, hasta el punto de que se ve lastrada por tanta singularidad.

¿Cuál es la del Estado-España?

La cuestión ha sido objeto de debate desde aquel 1898, en que las viejas elites cortesanas agrorrentistas despertaron a la realidad de “su” débil Estado, incapaz de defender los últimos girones del imperio colonial. De hecho, todo el siglo XIX fue una lenta degradación de un Estado inconcluso –por no decir inexistente—, que la claudicación en 1808 de la monarquía ante Napoleón había puesto ya en espectacular evidencia.

Se había pretendido construir el Estado-España sobre la base de la nación castellana –el “Castilla hizo a España” de Ortega y Gasset—, “centrada” en Madrid a partir de Felipe II, sin asociar a las periferias, fundamentalmente Cataluña y el País Vasco. Periferias que, amparadas en sus fueros medievales, no tenían otro peso que la capacidad de desentenderse de la “construcción castellana”, hasta que el adormecimiento rentista de las elites madrileñas les dio la oportunidad de un desarrollo industrial, de una modernización y de un despertar cultural que les permitió constituir sus propias elites.

Durante buena parte del siglo XX, España ha asistido a un choque (desequilibrado) entre las elites centrales y las periféricas, convocando ambas como comparsas a las respectivas clases populares; las elites centrales tratando de anular a las periféricas, estas limitándose a resistir, sin fuerza para imponer una alternativa. El paréntesis dictatorial de Franco fue un brutal intento de liquidación de las periferias como tales, las cuales, paradoja reparadora, tuvieron un papel decisivo en el cierre del paréntesis dictatorial.

La Constitución de 1978 ha sido un intento serio de acabar la construcción del Estado-España. El artículo 1 es el mejor proyecto de Estado que ha tenido España: “España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. ¿Qué más se puede pedir al Estado? Anotemos que fue notable el papel de Cataluña en la concepción del proyecto.

De todo lo cual resulta que la singularidad de España reside, precisamente, en el “acabado” de la construcción del Estado. No es el único “acabado” incompleto en Europa, pero es el que lleva más tiempo pendiente. Y como toda singularidad lo es respecto a un modelo, el modelo de Estado en Europa lo constituye el Estado-Francia, que supo integrar a sus periferias.

¿Se ha avanzado? Sí, aunque no lo suficiente. Las periferias, ahora oficialmente 17, no han contribuido como debieran al “acabado” del Estado. Y pende la amenaza de retrocesos, como la pretensión de Vox de liquidar las periferias autonómicas. Además, no ayuda la continuada debilidad de las viejas elites periféricas de Cataluña y el País Vasco, que, acomplejadas, en lugar de oponer al “modelo madrileño”, del que Isabel Díaz Ayuso es una caricatura, un federalismo cohesionador, parte de ellas optaron por un secesionismo –imposible, luego suicida para ellas— que de haber triunfado habría liquidado España y habría sido letal para Europa.

Esas elites periféricas deben darse prisa en la redefinición de un proyecto, porque las elites madrileñas ya no son rentistas de la tierra y del Estado, hoy son un poder económico moderno y competitivo, que ha reducido a la mínima expresión la ventaja histórica de las periferias, a las que ya no necesitan anular ni liquidar, les basta con que se mantengan en posición subordinada.  

Carles Puigdemont y Oriol Junqueras –y lo que representan— emprendieron un camino equivocado. Fue una pérdida de tiempo y de energías. Aún podrían rectificar, tienen una última oportunidad participando en la gobernabilidad del Estado ahora y en adelante.

Me gustaría mucho equivocarme, pero temo que no lo harán por el acomplejamiento histórico heredado, que compensan con las ínfulas patrióticas de una imaginaria “nación sin estado”.