Un suicidio no tiene absolutamente nada de democrático. Es el monopolio del suicida. La realidad se caracteriza por su infinito pormenor y el diablo, como todos sabemos, habita sobre todo en los detalles. Las elecciones del 23J dejan un mapa político donde la única hoja de ruta –la posible investidura del aspirante del PSOE, que ha perdido en las urnas, pero puede ganar en los despachos– parece haber sido trazada sin tener a mano una brújula. La política española, por lo general desconcertante, porque sus ciclos pasan de la navegación de cabotaje a la imprudencia del mar abierto sin transición alguna, ha perdido definitivamente el Norte.
La barca que (todavía) llamamos España está a punto de rebasar las míticas columnas de Hércules, el punto geográfico del Estrecho de Gibraltar donde terminaba el Mare Nostrum y los navegantes (fenicios) comenzaban a adentrarse en aguas ignotas. El capitán al mando de la única embarcación (en funciones) cree haber conjurado la posibilidad de una revuelta violenta de la tripulación y ordena a sus fieles proseguir a toda vela a pesar del notable riesgo de naufragio general.
Así estamos. La soberanía española, ese concepto constitucional en el que no cree (casi) nadie, va a ser puesta en venta en el zoco del independentismo (vasco y catalán) para satisfacer el ansia de vanidad y la presunción de un aventurero. Sin duda, vivimos ese espectáculo sublime que es una tragicomedia, pues de estos dos géneros está hecha esta fábula: una parte estimable de los españoles prefieren aplaudir la extinción de su país, previo sacrificio de la dignidad, antes de regresar a un supuesto pasado que en territorios como Euskadi y Cataluña siempre ha sido tiempo presente.
Nuestra democracia cada día se parece más al enigmático Oráculo de Delfos: los electores (hipotéticos dioses del Olimpo) emiten su mandato con un lenguaje hermético y son los sacerdotes (gobernantes) los encargados de interpretarlo (en función de su soberano capricho). ¿El interés general? Pasó a la historia. Recen ustedes una oración por su alma (de cántaro) y que en paz descanse.
Es indudable que a esta analogía clásica, formalmente hablando, podemos encontrarle un perfil hermoso. Los restos arqueológicos –eso creían los románticos– tienen una estética indiscutible y el gran santuario religioso de los antiguos griegos hace siglos que yace en ruinas.
El abismo político que va a abrirse bajo nuestros pies en los próximos años, dada la imposibilidad de una Große Koalition entre PSOE y PP que corrija la contaminación tribal, tiene un itinerario que culmina –no sabemos todavía si como nuevo amanecer o como abismo– en la posible celebración de sendas consultas de secesión en el País Vasco y en Cataluña.
Este es el precio que el Insomne Pedro I puede pagar a los partidos minoritarios, incluido el del prófugo Puigdemont, a cambio de su tercera coronación. Probablemente será la última: la próxima vez o no estará de presidente o ya no habrá España. Y sucederá sin que medie ninguna reforma constitucional, ni siquiera un debate digno de tal nombre. ¿Para qué? Caminamos hacia la confederación (nada galáctica) de Star Wars.
Que el PSOE, cuya historia encierra mucha menos nobleza de la que sus dirigentes presumen, va a facilitar dos referenda en los predios del nacionalismo excluyente no cabe ninguna duda. La única incógnita es cómo piensan cruzar ese puente (cuya orilla opuesta no se divisa) sin que parezca que no sucede lo que va a ocurrir.
Las fórmulas son múltiples, pero los estrategas de la Moncloa, ante cuyas puertas Feijóo es el primer ahogado de este naufragio, se inclinan por el nominalismo. Dícese del arte que consiste en desmentir todo lo que haces y hacer justo aquello de lo que renegabas mediante el sutil sistema de cambiarle el nombre a las cosas.
Parece un procedimiento burdo, y lo es, pero en un mundo donde ya no se distingue un hecho de una opinión, o una verdad de una mentira, es el terreno mejor abonado para la cosecha de la calamidad. ¿Se imaginan al Rey forzado a convocar una consulta en Cataluña o Euskadi por orden del Gobierno? No lo descarten. Si el monarca se negase sería acusado de insubordinarse en contra del Ejecutivo. En cambio, si aceptase la celada perdería su aura de neutralidad. No way.
La Constitución, como es natural, impide categóricamente que se convoque un referéndum de autodeterminación y enuncia con vehemencia la unidad (social, adjetivo que suele olvidar una parte de la izquierda) de España. Para dar viabilidad a la iniciativa con los independentistas habría que reformar la Carta Magna, cosa imposible sin la concurrencia del PP, que domina el Senado.
Como no existe el quórum requerido lo que se va a explorar –con los faros del PSC, experto en estas cuestiones– son itinerarios intermedios que pasen o por una reforma de la ley orgánica donde se regulan las modalidades de referéndum (2/1980 de 18 de enero), concebida en su día para ratificar los Estatutos de Autonomía, de la que se probablemente se eliminarán las restricciones a las consultas populares, o mediante una consulta limitada (no votaremos todos los españoles) que se presentará como no vinculante, y sin posibilidad de que derive en una declaración unilateral de independencia, pero cuya irradiación resucitaría el procés hasta convertirlo en una suerte de Brexit británico.
Que la materia no sea, según el ordenamiento jurídico vigente, competencia autonómica, no va a frenar a nadie. El realismo escasea y en una partitocracia son los partidos políticos los que controlan las instituciones, no al contrario. PNV, Bildu, Junts y ERC caminan, con puestas en escena distintas, en esta única dirección.
La composición del Tribunal Constitucional, donde ahora mismo se sientan exministros, un ex fiscal general del Estado con el PSOE, colaboradores de la voluntad sanchista y antiguos asesores jurídicos a sueldo de la Generalitat, igual que antes estuvieron magistrados nacional-católicos, facilitaría cambiar el criterio establecido en 2008, cuando el PNV hizo un primer intento, al que siguió la posterior anulación de la legislación regional sobre consultas de Cataluña, obra del tripartito (PSC-ERC-IC).
Los socialistas ya abonan el terreno para la venidera cosecha de la aceptación resucitando la cuestión de la financiación autonómica, enterrada en el último lustro, con perjuicios para territorios como Valencia, Murcia o Andalucía, con objeto de dar la impresión de que la transacción con el independentismo se limitará –es la tradición– a los cuartos del pregonero. Aunque fuera así, este punto de partida debería causar escándalo: los presbíteros de la igualdad caminando todos juntos, igual que Fernando VII, por la senda de una España más asimétrica, y asesinando la vieja idea –republicana– de la cohesión social. Antológico.
Nada importa ya a nadie. La realpolitik posmoderna exige la renuncia de cualquier principio o convicción, aunque no quede casi ninguna en el zurrón. La Moncloa no es que valga una misa. Es que su inquilino interino pretende que aplaudamos el sacrificio de la pieza más preciada de la ganadería: todos nosotros.
Es indudable que una parte de españoles votan en cada convocatoria en función de cuál sea la marca electoral que crean más útil para escapar de Vox, cuyo calambre social se ha convertido en el único timón que gobierna las mayorías (cambiantes) de la política española. Pero resulta bastante más dudoso que ese mismo cuerpo electoral haya votado también el 23J en contra de su propio país.
Nadie que esté en su sano juicio se suicida. La España plural, esto hay que admitirlo, es un jolgorio: puedes ser español de la forma que prefieras, pero buen catalán o un vasco con la sangre limpia (que no es lo mismo que limpio de sangre), únicamente puedes serlo si te sumas con devoción a la pantomima del nacionalismo. Genios.