Es tan conocido, como socorrido, el dicho de que sólo una letra diferencia matrimonio de patrimonio. Más allá de la lírica popular, está la realidad jurídica de que todo matrimonio tiene, no tanto en sí un patrimonio (pues este, según el régimen adoptado, será común o separado), como sí un régimen económico matrimonial (cuestión precisamente que diferencia al matrimonio de las uniones de hecho).
Ya desde la antigua Roma se definió por Modestino al matrimonio como “unión del varón y de la hembra, y consorcio de toda la vida, comunicación del derecho divino y del humano” (Nuptiae sunt coniunctio maris et feminae et consortium omnis vitae, divini et humani iuris communicatio). El elemento clave, fundacional, de la institución matrimonial será en todo caso el consortium omnis vitae (o comunidad para todas las cosas de la vida, consortium totius vitae o comunidad para toda la vida, según el Código de Derecho Canónico, dada la indivisibilidad, según la Iglesia Católica, del vínculo matrimonial).
De la propia convivencia entre los cónyuges surge una suerte de “sociedad” (sociedad o consorcio conyugal) que requiere un régimen legal por el que regirse. Al respecto deben distinguirse: los efectos personales del matrimonio (deberes como los de fidelidad, socorro, vida en común, establecidos en el Código Civil) y los patrimoniales. Precisamente, de la propia sociedad conyugal (motivados por el consortium omnis vitae se deduce, en Derecho Español (y en todos los continentales, a diferencia de lo que ocurre en el mundo anglosajón –Common Law”—) la necesidad de un régimen económico matrimonial.
Este régimen económico matrimonial es, pues, imprescindible, inmutable en el espacio (continuará rigiéndose el matrimonio por ese régimen económico matrimonial, aunque cambie el criterio determinante del régimen aplicable) y mutable en el tiempo (pues siempre podrá modificarse, por mutuo acuerdo, en la forma legalmente prevista: capitulaciones matrimoniales). En todo caso, aunque por residencia u opción cambie la vecindad civil de alguno de los cónyuges, no por eso cambiará su régimen económico matrimonial.
En España existe (dependiendo del territorio y de la legislación aplicable, eso sí) un régimen económico matrimonial supletorio (o por defecto, o en defecto de pacto), a diferencia de lo que sucede en otros países donde hay que elegir necesariamente (caso de México). Al mismo tiempo, no existe un listado cerrado de regímenes económicos matrimoniales (un numerus clausus, como en Suiza), sino que puede pactarse cualquier régimen que no vaya en contra de unos mínimos imperativos (el régimen económico primario –común a cualquier matrimonio—); por más que en Derecho, como la práctica indica, está todo, en gran medida, cuasi inventado.
En Derecho Comparado existen dos grupos de regímenes económico-matrimoniales “extremos” y otros intermedios. Cabe hablar por un lado del régimen económico de separación de bienes: aquel por el que los cónyuges mantienen sus propios patrimonios sin crearse ningún patrimonio en común por razón del matrimonio (por más que lo cónyuges, como cualquier sujeto, puedan comprar en común todo aquello que consideren, exactamente del mismo modo que si fueran hermanos o miembros del club de petanca del barrio). Es tradicionalmente el régimen más seductor entre los empresarios y las grandes fortunas por no haber un patrimonio común conyugal. Es el que rige en Cataluña y Baleares, dada su clara procedencia romana, siendo igualmente el propio de los países anglosajones (“Common Law”) e islámicos.
En el otro extremo se hallan los regímenes de comunidad universal: es decir, aquellos por los que los cónyuges, al contraer matrimonio, ponen en común todos y cada uno de sus bienes (con independencia del motivo –título— por el que se adquieran). Es el régimen tradicional portugués y, como curiosidad, también de algunas localidades fronterizas extremeñas (Alburquerque, Jerez de los Caballeros…) y Ceuta (al haber sido conquistada con anterioridad por Portugal) en virtud del Fuero de Baylío.
Entre ambos extremos hay toda una gama de regímenes intermedios en los que se coadyuva la independencia patrimonial de los cónyuges con normas que les permitan a ambos participar de una misma suerte. De entre todos ellos cabe destacar el régimen de sociedad de gananciales, el propio del Código Civil español, vigente en toda España salvo en aquellas regiones con especialidades forales (similar en buena medida al consorcio conyugal aragonés y al de conquistas navarro), por el que se crea un patrimonio separado, el ganancial (que se nutre de las ganancias y las adquisiciones que con estas se realicen) que existe junto a los privativos de cada uno de los cónyuges.
Poco conocido y poco o nada común en la práctica (aunque detalladamente regulado) es el régimen de participación en las ganancias: aquel por el que los cónyuges mantienen separados sus patrimonios (no se genera un patrimonio común como en gananciales), pero en que cada uno de ellos tiene un derecho cualificado a participar en las ganancias adquiridas por su consorte. Es el régimen propio de Escandinavia y Alemania, y es común afirmar que su origen se halla en el pueblo magiar húngaro.
Muchas veces, en el despacho se confunde el régimen económico matrimonial con la ley aplicable a una sucesión. Ejemplo práctico muy común: cónyuges casados en Andalucía que se mudaron hace más de 50 años a Cataluña. Su régimen económico matrimonial es el de sociedad de gananciales, pero la ley aplicable a su sucesión (con vitales consecuencias en cuanto a quiénes serán los legitimarios y/o quiénes los herederos abintestato) será la catalana.
En cualquier caso, acabando con un dicho tal y como se comenzó, siempre será interesante “no confundir churras con merinas” y preguntar al notario qué régimen y qué consecuencias son las queridas o, en su caso, qué régimen es “el que le toca” a un matrimonio si no hay especial elección o en qué régimen estaban los casados al finar. La metafísica siempre predispuso la física, y todo matrimonio tiene, junto al matiz sentimental, un sustrato patrimonial.