A raíz de la tremenda crisis financiera de 2007, empezó a adquirir consistencia la idea de avanzar hacia un nuevo pacto social. El singular modelo liberal, que empezó a definirse en la década de los 70 y adquirió toda su fuerza tras la caída del Muro de Berlín en 1989, había llegado a su límite, o así parecía evidenciarlo la fractura social y el hundimiento de la política tradicional a que nos condujo.

El desplome era de tal magnitud que, incluso, el entonces presidente conservador francés, Nicolas Sarkozy, llegó a demandar una “indispensable refundación del sistema capitalista”. Un nuevo pacto que sentara las bases de unas futuras décadas en que el crecimiento económico se viera acompañado de una mayor justicia social, lo que nos llevaba a recordar el gran acuerdo social y político que, tras la II Guerra Mundial, favoreció los mejores años de nuestra historia.

Una aspiración que adquirió mayor consistencia con la pandemia, hasta el punto de que parecía irreversible el avanzar hacia una reformulación de la economía global y de nuestra vida en común. Sin embargo, más allá de alguna que otra política cargada de buenas intenciones y recorrido limitado, nada ha cambiado. Seguimos donde estábamos, ni la debacle financiera ni el trauma del Covid han servido para reconducir las reglas de juego.

Curiosamente, la dinámica política en la que nos vamos sumiendo sí que lleva a modular el pacto social, pero no en el sentido al que muchos aspirábamos, sino que, por el contrario, se refuerzan aquellas ideas que nos sumieron en el caos de este siglo XXI.

El nuevo pacto social que se vislumbra ya no pretende reparar las fracturas, sino que asume como natural que una parte de la ciudadanía, minoritaria pero numerosa, se instale en una marginalidad irreversible. Queríamos recuperar la Europa de los 60 y, por el contrario, vamos de cabeza hacia el modelo de sociedad escindida tan habitual en América. Y esto no ha hecho más que empezar.