La mayor incógnita política en las inminentes elecciones del 23J, que son la segunda vuelta del mismo plebiscito que comenzase con las municipales del 28M, no es si el sanchismo, concepto que para unos (los interesados) es la apoteosis de la bondad suprema y para otros (los contrarios) una alegoría de la maldad absoluta, va a ser derogado por la victoria de las dos derechas que han sobrevivido a la famosa foto de la Plaza Colón de Madrid. 

El arcano es otro: ¿la gente va a votar a favor de algo (sea lo que sea) o en contra (de todo)? De la primera opción, llamémosle la fórmula cándida y optimista, depende el presente más inmediato de España. La segunda hipótesis marcará su futuro. Ambos conceptos –el pretérito y el supuesto porvenir, que puede no llegar nunca dada la mortalidad que nos acompaña a todos sitios– son objetos de manipulación y propaganda intensa por parte de los dos grandes bloques electorales que, más que ideológicos, muestran una indudable vocación sectaria. 

Las izquierdas, cada una a su manera, presentan la encrucijada electoral como una suerte de elección entre una España arcoíris e igualitaria o el retorno a una nueva Edad Media. La derecha, que no siente excesivo entusiasmo por los debates porque Feijóo (haciendo el gallego) quiere que el triunfo (incluso en su variante amarga) le llegue solo, flirtea entre un liberalismo retórico y la práctica de la realpolitik. Sin Vox, como sucede en algunas autonomías, acaso no sea posible la mayoría que requiere una victoria rotunda. 

Ambos planteamientos son, por supuesto, fábulas. Los socialistas no pueden hablar (en tercera persona) del pasado. Llevan seis años, primero solos y después gracias a compañías no demasiado recomendables, en el ejercicio del poder. Esta evidencia resta credibilidad al mensaje neopopulista de Sánchez, que habla de intereses fácticos –políticos y mediáticos– al tiempo que controla el BOE o gobierna a través de decretos. Este socialismo (presunto) de hechos consumados casa muy poco con los mensajes de diálogo que lanzan sus candidatos tras satanizar al PP. Que la situación es desesperada para el PSOE, y quizás irremediable, lo evidencia el carrusel radiofónico y televisivo de Pedro I, el Insomne. Todo un espectáculo.

Que los genoveses no tienen todas las papeletas del sorteo del 23J lo insinúa su elocuente ambivalencia en relación con Vox. Los ultramontani, aplicando el manual nacionalista, prometen un “cambio de rumbo” hacia las esencias patrias. No se sabe exactamente, aunque se intuya por su condición de fundamentalistas católicos, en qué dirección concreta. Sus barcos (electorales), valiosos en el supuesto de una amarga victoria del PP, son en todo caso limitados. Su influencia depende de Génova más que de su fortaleza. ¿Le asusta a la gente votar en contra del sanchismo? A tenor de los resultados del 28M parece que en absoluto. Al contrario. ¿Causa alarma social Vox? Únicamente en determinados ámbitos sociales.

El consenso general es que el gobierno de coalición entre socialistas, comunistas, populistas morados e independentismos periféricos se han situado en una de las esquinas del tablero. Vox es la antítesis de estas mismas coordenadas. Todo el espacio intermedio existente entre ambas orillas, que puede ser el páramo del Rey Lear de Shakespeare o una tierra de promisión (el centro metafísico), queda potencialmente a disposición del PP, al que le basta con no cerrarse a nada antes de gobernar y, acto seguido, abrirse a todo. La contaminación entre las dos derechas, la tesis de Sánchez y de ese club de mindfullness llamado Sumar, resulta inverosímil porque, aunque ambas tuvieran que gobernar juntas, la estrategia social y política de fondo en el PP es actuar como un dique, no funcionar como un trampolín. 

Andalucía, donde hace una semana el presidente de la Junta, Moreno Bonilla, se organizó a sí mismo un debate parlamentario para mostrar su respaldo público a determinadas minorías sociales que se sienten amenazadas por una hipotética coalición entre las calles Génova y Bambú, es un ejemplo categórico de hasta qué punto el discurso frentista del PSOE deja mucho terreno libre y no flota en un océano (social) de apatía y ausencia de entusiasmo. 

La derecha que encarna el PP se ha convertido, mágicamente, en una socialdemocracia azul. No es que sus dirigentes se hayan convertido a esta fe. Todo el mérito es de Sánchez, que ha conducido la nave del socialismo histórico hacia los acantilados del relativismo. Vox y Sumar son antagonismos extremos, pero, en función de lo que ocurra dentro de unas semanas, serán colaboradores necesarios de aquel que consiga ocupar el eje central del tablero. 

El PSOE orbita alrededor de sus propios errores en una galaxia muy, pero que muy lejana. Al PP le basta con defender, justo en este contexto de agitación, las políticas feministas, mostrar la bandera LGTBI, usar (en su caso) los votos de Vox para gobernar y, a continuación torear sin complejos a los ultramontanos. No tienen ni que ganar el 23J. Les basta con que pierda Sánchez y esperar a que resucite, como Lázaro de entre los muertos, el PSOE del Antiguo Testamento para llegar a la Moncloa y garantizarse la estabilidad institucional. El enfado moviliza muchos más votos que el miedo o el entusiasmo. Aznar llegó tras el ocaso de González. Rajoy fue presidente gracias a Zapatero. Feijóo puede suceder a Sánchez sin épica y sin combatir. Dejando que la ley de la gravedad (política) haga su trabajo.