Esta semana he recibido una merecida bronca por escaquearme siempre de cocinar, o, todavía peor, de la obligación de decidir lo que se come o cena cada día. “La crema de calabaza se puede hacer de muchas maneras, solo hay que ponerse a buscar en internet alguna receta original y así variamos un poco el menú semanal”, sugería uno de los seres queridos con los que tengo la suerte de convivir para animarme a tomar un poco de responsabilidad. Mi respuesta —tildada de impertinente, por supuesto —fue que destinar diez minutos de mi día a buscar una nueva receta de sopa de calabaza me parecía muy aburrido, pero que entendía que para una persona amante de la cocina y el buen comer, como era su caso, descubrir platos nuevos por internet podía resultar motivador y divertido.
No sé quién tiene la culpa de que no me guste cocinar. A mi hermano le gusta, y ha recibido la misma educación que yo. Igual es un defecto que puede corregirse con el tiempo, aunque viendo la reacción de mi hijo la primera vez que le preparé un pastel de chocolate —”ta malo” —mis esperanzas son bastante bajas. No me gusta cocinar, y encima cocino mal.
Hubo una época, sin embargo, que vivía en pareja y cocinar se convirtió, más que en un gusto, en una cuestión de supervivencia. De haber sido por mi novio, cada día hubiéramos comido bistec, arroz con huevo frito o espaguetis pasados con salsa de tomate de pote. No me quedó más remedio que ponerme el delantal. Si cocinaba yo, al menos se cumplían unos mínimos: la pasta estaba al dente, las verduras formaban parte de la dieta, e incluso caía algún que otro fricandó. Incluso llegué a hacer tortilla de patata y risotto. Pero entonces nos separamos y yo, que entonces todavía vivía en Beijing, sucumbí a la tentación de bajar cada día a pedir comida para llevar en el restaurante de la esquina, donde te alimentabas la mar de bien por menos de tres euros. Vivir en Beijing arruinó el poco instinto culinario que me quedaba. Y si todavía quedaba algo, terminó de esfumarse totalmente cuando volví a vivir con mi padre, un gran cocinero, pero tan exigente gastronómicamente que con solo imaginar sus críticas de la forma de mis croquetas se me pasaban las ganas de intentarlo.
“A mí todo me va bien” , me he acostumbrado a decir cuando en casa me preguntan qué me apetece comer. “Yo limpiaré todos los platos después”. Y así, poco a poco, se van forjando los roles domésticos.
“A mí es que cocinar me estresa”, me dijo un irlandés muy simpático que conocí el pasado sábado en la verbena de San Juan. Le aseguré que a mí me ocurría lo mismo, aunque con ciertos remordimientos de conciencia. ¿No será que en realidad somos unos vagos?, pensaba mientras a mi alrededor los invitados iban trayendo platos caseros: ensalada de pasta, quiche de espárragos, ceviche, tortilla de sanfaina, coleslaw, barbacoa de carne… Todos, menos el irlandés y yo —que traje la coca —habían dedicado parte de su día a cocinar.
“Mi marido cocinaba tan mal que mis hijos decían que no querían cenar. Ahora al menos la tortilla a la francesa ya no le sale como la suela de un zapato”, bromeaba otra de las invitadas. Para ella, igual que para miles de seres humanos a los que envidio, encerrarse en la cocina con una copa de vino y preparar la cena es una actividad relajante, además de una cuestión de supervivencia.
“Se supone que las tareas sencillas, repetitivas y semicreativas, como amasar la masa y picar el eneldo, nos descongelan cuando estamos congelados por el miedo existencial, nos enraízan en el mundo táctil, nos dan una sensación de poder y control sobre el pequeño universo de la tabla de cortar y los fogones”, escribe la periodista Helen Rosner en The New Yorker. Quizás lo que me estresa es simplemente eso, el miedo existencial a estar perdiéndome algo mejor mientras estoy cocinando. Debería darle una segunda oportunidad.