En mayor o menor medida, todos somos conscientes de estar viviendo una época presidida por la reescritura aviesa de la historia y la manipulación sistemática de la realidad; en un tiempo de mentiras, repetidas hasta la saciedad, que acaban, gota a gota, germinando en el terreno abonado que supone un intelecto vaciado de verdades, bien sea por incultura, por desinformación, abulia o suma credulidad.

Lo que ocurre es que desde hace muchos años nos la meten doblada y sin vaselina, con nocturnidad y alevosía. Todo empezó, recuérdenlo, con aquel sofisma artero que hoy denominamos corrección política; con la eliminación del neutro; con la introducción del matiz en el lenguaje —que hoy ya es, o debe de ser, de género—, y con la creación de tantas subcategorías como sean necesarias. A esa andanada siguieron muchas otras, incontables: la “alianza de civilizaciones”; la culpabilización de Occidente en los errores del proceso civilizatorio; el revisionismo histórico; la demonización del heteropatriarcado; la brutalidad proverbial del hombre; el desprecio por las creencias íntimas y espirituales; los derechos de cada una de las 27 —o 47, que ya me pierdo— identidades de género y tipos de sexualidad con sus correspondientes días del orgullo ordenados en interminable retahíla alfabética y, en definitiva, la imperante (in)cultura woke y el supremacismo moral de una izquierda autoproclamada democrática y progresista, que a base de bombardeo y zambomba se ha adueñado del relato, de la única verdad aceptable, hasta convertirla en dogma de fe. Más orwelliano, imposible.

En ese Nuevo Orden Mundial de la realidad la historia ha salido muy mal parada. Si hay que reescribirla se reescribe, ¡y santas pascuas! que, aunque algo sea blanco y en botella, puede ser whisky y no leche si sirve a determinado interés.

Cuando hace unas semanas vi el anuncio del documental dramatizado sobre la reina Cleopatra a estrenar en Netflix, me juré a mí mismo que ni borracho iba a perder mi tiempo ante tamaño disparate. Y no por cuestión de racismo, Dios me libre, que yo suscribo que el black is black, que el black is beautiful, que black lives matter y todo lo que haga falta. Simplemente intuí que debía ser un documental del montón. Pero a la hora de la verdad, sucumbí. Por pura vanidad. He dedicado muchísimos años al estudio de la historia y cazo errores y mentiras al vuelo.

Si les gusta la historia les recomiendo que la vean, única y exclusivamente para que al poco rato se peguen el gusto de dejar de verla y la echen al olvido. Pudiendo ser más allá de lo ajustado de su presupuesto un producto cultural mínimamente digno —porque la información general disponible sobre la época y la específicamente referida a la última reina de la dinastía ptolemaica es abrumadora—, resulta un auténtico bodrio, superficial, intrascendente, trufado de errores, carente de todo interés, equívoco en lo cronológico, e insultante en muchas de las intervenciones de los pretendidos expertos (muy reconocidos en su casa a la hora de comer) que llegan a afirmar literalmente —y se quedan tan anchos al hacerlo— que sin duda alguna Cleopatra era negra "porque así me lo contó en su día mi abuela, que sabía mucho del tema" y que fue, ante todo, y eso es lo más importante, "una mujer empoderada, empoderadísima" como pocas. Tremendo. Lo dicho: hallarán más información sobre el reinado de esta señora en el volumen Astérix y Cleopatra de René Goscinny y Albert Uderzo que en este tostón de cuatro horas.

Veamos. De Cleopatra VII Thea Filopátor se conserva algún bajorrelieve, varios bustos en mármol, algunos frescos en mansiones romanas, y también su perfil acuñado en monedas de época. No hay margen al error que valga. Su morfología era totalmente caucásica: rostro perfilado, anguloso, nariz griega, recta, de fosas nasales estrechas, labios finos y pelo corto poblado de bucles. A esos rasgos se suma un hecho indiscutible: los ptolomeos, macedonios, pero griegos hasta las trancas, fueron una de las dinastías más endogámicas de la antigüedad. Y la mezcla no les iba en absoluto. Cuando Alejandro Magno desposó, por amor, sí, pero en buena medida por interés estratégico, a Roxana, la hija de un sátrapa persa de la región de Bactria (Asia Central) tuvo que soportar los reproches y la incomprensión de sus generales y de su ejército. Para los griegos todo lo que no era griego era bárbaro y deleznable, ya fuera la piel cetrina, cobriza o negra. Más allá de licencias en noches toledanas, los ptolomeos no estaban para mezclas genéticas.

La guinda que desmorona el pastel de mentiras acerca de la pretendida negritud de Cleopatra es su hija, Cleopatra Selene II —o Cleopatra VII—, joven grecorromana fruto de su unión con Marco Antonio. Tras la muerte de Marco Antonio y el suicidio de la reina egipcia, Selene fue llevada por Cayo Octavio, junto con otros dos de los hijos de la reina, de los que muy poco se sabe porque su rastro se pierde poco después, a Roma, como muestra de su triunfo. La educación de Selene corrió a cargo de la hermana de Octavio, ya entronizado como emperador Augusto. Años más tarde se concertó su matrimonio con Juba II, rey de Numidia. Juba y Cleopatra Selene II reinaron en Mauritania. Y de ella se conservan al menos un par de bustos completos en mármol. Selene era más blanca que la sal y guardaba un extraordinario parecido con su madre.

Dicho esto, no es de extrañar que prestigiosos egiptólogos, expertos y miembros del Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto —entre ellos el eminente Zahi Hawass—, hayan puesto el grito en el cielo al ver que un docudrama televisivo osaba darle una capa de betún de Judea a su reina más célebre. No es una licencia. Es una falta de respeto en toda regla.

Repito... Sí, el black is black, pero I want my Cleopatra back. Reserven el black para quien lo merece de verdad, en toda su gloria y bella negritud... para Nelson Mandela, Martin Luther King o para el general y padre del célebre escritor Alejandro Dumas. Este no es un problema del pigmento de la piel. Es un problema referido a oficializar mentiras que crean, a base de prosperar en el inconsciente colectivo, auténticas leyendas negras. Y de leyendas negras los españoles sabemos bastante. Cleopatra es solo una gota más en el vaso de la manipulación. Pero día tras día el vaso se va llenando. Y ahora mismo ya nos estamos bebiendo a grandes tragos, gracias a tanta serie pretendidamente histórica, que en la corte de María Estuardo los consejeros de la Reina de Escocia eran negros; que en Kattegat hubo reinas vikingas negras; que Ana Bolena, una de las esposas decapitadas por orden de Enrique VIII, era negra; que Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, esposa de Jorge III de Inglaterra, era negra, y que Aquiles, héroe de la Guerra de Troya, hijo de Peleo y de Tetis, era más negro que el carbón. Ya basta. Un poco de por favor.

Los datos dicen que Netflix —y también otras plataformas, como Disney— ha perdido más de un millón de suscriptores en el primer trimestre de 2023. Lo achacan a la normativa que corta de raíz la posibilidad de compartir cuentas. Pero yo juraría que el desapego de buena parte de la audiencia se debe al hartazgo que supone tener que comulgar con tanta estupidez y majadería wokista. La culpa es también, en gran medida, de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas estadounidense, que lleva tiempo anunciando que a partir de 2024 no podrán concurrir a los Premios Oscar películas o producciones que no respeten estándares, porcentualmente fijados e inamovibles, referidos a raza, orientación sexual, origen étnico, discapacidad, minorías de todos los colores y otras zarandajas por el estilo; estándares que el actor Richard Dreyfuss calificó hace muy pocos días como "vomitivos", porque simplemente lo son.

En fin... que si Mel Gibson decide empezar a filmar a mediados de este año Resurrección, la secuela de La Pasión de Cristo, ya puede estudiar cómo reparte papeles. Porque un 30% de los protagonistas deberá ceñirse a la normativa de la Academia si la película quiere concurrir a los Oscar. Eso puede suponer que al menos un actor principal —por ejemplo, Pedro, el apóstol—, y algunos actores y actrices de segundo orden —José de Arimatea, María Magdalena, Poncio Pilatos— sean negros, transexuales, grisexuales, sapiosexuales, hermafroditas, esenio-comunistas, veganos o vaya usted a saber qué... ¿Se lo imaginan? Yo, sí.

Y es que hace muuucho tiempo que hemos perdido el oremus. Y en esas seguimos. Pese a todo, que no les abandone nunca la risa, que es la última trinchera ante el embate de la necedad imperante.